domingo, 31 de agosto de 2008

DIAS DE ASUETO 08

El cuatro de Agosto inicié mis vacaciones con destino a un pueblo de Salamanca donde reside mi familia política. Pasé allí unos días con ellos y al llegar los previos de las fiestas, salí pitando con destino a Segovia donde disfruto de la compañía de mis padres, hermanos y amigos. La vieja Castilla, con su cielo añil y sus frescas noches me reconcilia con el pueblerino que llevo dentro. Me acomodo enseguida al carácter adusto, hablo menos y respeto los silencios de los que callan rumiando su destino. No les oigo pero siento bullir su inconformismo ante la realidad de pertenecer a un sitio donde la historia gloriosa del pasado ha quedado en un olvido tenaz que hace hervir sus calles en horario comercial, cuando los visitantes de paso compran recuerdos y gilipolleces y se piran después de someter a su body al castigo de los judiones y el cochinillo asado. De postre, ponche típico que enladrilla aún más el sufrido estómago y a otra cosa, mariposa, que se hace tarde.

Mañanas de plaza, tardes de paseo y alterne y noches de tertulia hasta las tantas con los amigos de siempre. Me siento como si siguiera viviendo allí, me acomodo al ritmo pausado y me olvido de acordarme de mí. A eso de las tres, la madrugada entra con un vientecillo fino que eriza el vello. Un paseo hasta casa con la presencia nerviosa de mi amada que teme a los murciélagos que en las noches de verano vuelan como borrachos por los patios de aquel palacio donde construyeron unos pisos en el que habitamos.

El catorce, rumbo a San Sebastián. La bella Easo está más bella que nunca. El norte es un sorteo de gotas donde es habitual que toque premio. No es un buen presagio que la bolsa de la playa incluya toalla y chubasquero. Están en la semana grande y las calles atestadas de gente parecen arterias llenas de glóbulos de todos los colores que van y vienen movidas por impulsos, como contracciones de un corazón inexistente. Todo me parece excesivo, hasta la cola de los baños donde hay que esperar turno orando al santo para que nadie vaya con la intención de obrar a mayores, para que el parón no termine en charco.

Decidimos ir a la isla se Santa Clara, frente a la bahía, en una barca que resultó ser la misma en la que la noche anterior habíamos embarcado para ver un espectáculo de fuegos artificiales que me deslumbró por su belleza y que me arruinó un suéter por una chispa incontrolada que le hizo un agujero del tamaño de un bígaro y me calentó el hombro como si satán hubiera eructado a mi vera. La travesía duró lo que tarda un eyaculador precoz en culminar una faena y desembarcamos junto a una playita de juguete, como una bola de helado color caramelo que se le hubiera caído al santo y que destacaba preciosa entre el frondoso follaje y el negro bastardo de las rocas.

Mientras los demás buscaban acomodo en los bancos situados al lado de las empinadas cuestas, me acodé en la barra del chiringuito esperando algún desertor que dejara una mesa libre. Debió ser mi cara de angustia, quizás mi aspecto desvalido de urbanita descompuesto o el hecho de vestir pantalones largos, polo colorado y calzado inapropiado lo que llamó la atención de una buena mujer que se levantó y me ofreció una silla en su mesa. Una pareja de vejetes encantadores me ofrecieron sombra, canapés de anchoas debidamente depiladas y una conversación deliciosa que me reconcilió con el mundo al ver que la gente de bien te ofrece lo que tiene sin más gaitas que su buen corazón. Estaban a punto de servirme un plato de ensaladilla y una vaso de rioja cuando llegaron mis socios para decirme que habían montado el campamento en la cima de la loma, arriba de una cuesta corta pero empinada como el angliru, que me dejó unos minutos con el resuello agitado de un perro pachón después de cazar una liebre a la carrera. Una vez comidos, las nubes rodearon la isla y bajé raudo mientras los demás se lo tomaban con calma. La multitud ya formaba cola a la espera de embarcar mientras me acomodaba en un saliente de piedra con un periódico en la mano y un café en la otra, cuando un tipo, gordo como un trullo, se ubicó a mi lado y comenzó a vociferar a sus niños que salieran del agua. Me enfrasqué en la lectura, agaché la cabeza y al minuto noté una pérdida de visión lateral por la derecha. Levanté la vista y a escasos centímetros de mi cara había un culo peludo del tamaño de una hogaza de pueblo que amenazaba con besarme la mejilla. Me levanté de un respingo con la misma agilidad de un ciervo esperando que no tuviera la deferencia de soltarse un pedo, puesto que me volaría la cresta. Toda la isla para cambiarse y el muy cabrón decidió poner a prueba mis reflejos sin sopesar que un salto un poco desmedido habría terminado conmigo en las frías aguas del espigón sin todavía tener hecha la digestión.

Por las tardes al hipódromo de Lasarte donde se reúne la flor y nata de la ciudad. Muchas caras famosas, apuestas a degüello y un ambientazo fabuloso me hacen ver que el pijo tradicional, el de toda a vida, subsiste y tiene su feudo en esta ciudad maravillosa donde la comida es un arte. A punto estuve de ganar en varias ocasiones premios importantes. Le seguí la pista a un mozo con pinta de saber, esperando copiarle los pronósticos pero en el momento en que solicitaba los boletos, se me cruzó un escote vertiginoso que me aleló el oído y me dejó in albis. Nunca hay que mezclar el placer con los negocios. A dormir a Hernani, con fama de sitio conflictivo donde solo encontré amabilidad pese a llevar sin pudor prensa nacional y tener aparcado un coche con matrícula de Madrid. Mi viejo Japo sigue siendo guapo y veloz y no pienso cambiarlo hasta que la muerte nos separe.

De vuelta a Madrid por un día, justo para cambiar de ropa y más carretera hasta la costa Levantina. Este año tocó Santa Pola, no me preguntéis porqué. Tengo un contrato prematrimonial que me obliga a ir a una playa soleada al menos una semana al año. Todo lo dejo en sus manos. Ella decide cuándo y dónde y al terminar el periplo le pago la mitad sin rechistar. Un apartamento prestado fue la excusa y allí permanecimos casi una semana intentando encontrar un paraíso inexistente. En el reino de la gerontocracia solo había abuelos y nietos. Playas calmadas de aguas tórridas que me ven aparecer a la hora del baño y de las que me despido media hora más tarde, hacen disfrutar a mi pareja que busca el sol sin otro pretexto que sentir su cálido abrazo. Unos precios extrañamente suaves nos permitían el exceso diario de un buen restaurante pero el tedio generalizado de un lugar habitado por reumáticos sólo cuenta con el atractivo de su clima templado y una brisa refrescante que invita a la meditación trascendental mientras cuentas los días que faltan para volver a la rutina.

Ya en casa, empiezo a ponerme al día. En las noticias, otro episodio de violencia de género, esta vez, en mi calle, a cincuenta pasos. Muchas veces clavó el cuchillo ese demente. Hoy no estoy de humor para risas. Otra vez será.

lunes, 4 de agosto de 2008

MADRID A MEDIA ASTA

Con Madrid a media asta, mi barrio parece asolado por sudoración excesiva. Sobreviven algunas terrazas de mediodías dolientes y noches como cataplasmas donde los héroes nos apelotonamos en las mesas de la esquina esperando un leve relente que surja para dejar de boquear como peces en una charca sin oxígeno.

Me quería dar un capricho y pedí unas almejas al natural. El podenco olfato de mi compañera le provocó una mueca de tongo en su cara tostada, magdalena de brea y piscina atestada, que me puso sobre aviso un metro antes de que el camarero nos sirviera. Solicité un cambio de tercio y el jefe me sacó un pañuelo blanco para que prosiguiera la faena con el mismo deshecho que ya olía claramente a jo-de-te. Pedí la cuenta sin catar el género, ni siquiera el rueda en cubitera, y el bandolero se lo tomó como ofensa aunque se comenta que contagió de triquinosis a trece médicos de la clínica cercana con un choricillo de jabalí que picaba un poco.

Iba a llevarse la comanda pero me negué. Cuando del femenino tatuaje de su brazo no distinguía las tetas de la cabellera, cogí una servilleta blanca y la doblé encima de la manga con el marchamo que dan los años de barra y mesa y un buen monto de duros gastados en bien y mal jalar. Me levanté con el plato en la mano y empecé a ofrecer el género como obsequio de la casa a todo aquel que quisiera catar tan sabroso manjar. Fueron muchos los que picaron, exactamente una docena que saborearon ,sin yo poder creerlo, los bivalvos previamente rociados con abundante limón y agradecieron el gesto.

- Huy que bien.. ¿y este detalle?
- El rumboso del jefe que es su cumpleaños. Por favor, no se amontonen que enseguida sacamos más para que las prueben todos.
- ¿Puedo Repetir?
- ¡Señora, que esto es un obsequio, no un banquete!
- ¡Le echo limón y no se mueve el bicho!
- No me extraña. Se habrá quedado paralizado mirando sus ojos de Diosa Egipcia.
- ¡Que galanterías me suelta, bribón.


Acabé la ronda, entré por la puerta norte y salí por la que da al callejón con cuarenta euros menos y los huevos brincando de alegría.

Tardé unos días en pasar por el Garfio. Me extrañó verlo cerrado a la hora de comer y pregunté al portero de la finca de enfrente. Me contó que se lo había cerrado sanidad porque había intoxicado a varias personas, entre ellas, al concejal de urbanismo del distrito.

- Nada grave. Una cagalera de esas que te vas a hilillo y se te queda un tipo de bailarín sifilítico que da asco verte. Afortunadamente ya está bien todo el mundo.
- No, si al final habrá alguno que se lo agradecerá. No todo el mundo pierde cinco kilos en tres días.
- El que va a perder más de cinco es el dueño. Ese si que está cagado.
- Y yo que pasaba a comerme unas gambitas…
- Creo que deja el marisco. Quiere volver a las bravas que dan menos cornadas.
- Por muy bravas que le salgan, seguro que embisten menos que las almejas vitorinas que servía.

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Quiero agradeceros el inmenso apoyo obtenido para la compaña a favor de la donación, en especial a Avellaneda ,Soloyo y Tamara que han incluido en su blog el enlace, sin olvidarme de mi gran amiga Luli que remitió el escrito a su lista de correo y creó un buen puñado de inscripciones.

No conozco el número ni me importa. Es la Organización Nacional de Transplantes la que controla todo el proceso. Es la sociedad la que se beneficia, porque, ¿quién me iba a decir hace unos años que iba a necesitar un nuevo y flamante hígado?

Un fuerte abrazo.