martes, 28 de mayo de 2013

EL SASTRE ITALIANO


Andaba yo paseando al perro que llevo dentro. Sucedió un domingo después de una fatídica carrera de fórmula 1 donde las cosas se torcieron tanto que obvié las dos últimas vueltas y salí del bar con la intención de reponer fondos y andar unas manzanas para aliviar mi creciente cabreo. Retirado algo de efectivo en el cajero de mi barrio, justo en el momento de guardarlo en la cartera y  todavía frente a la pantalla que indicaba mi mal estado financiero, alguien a mi espalda solicitó mi ayuda. Volví la cabeza y vi a un hombre algo nervioso que con intenso acento italiano me pidió que le indicara como salir hacia la carretera de Barcelona. Me acerqué a su coche y noté que tenía la cara mazada a golpes con especial relevancia de un ojo a la virulé en tonalidades que iban del negro sotana al morado nazareno dentro de una procesión de ocres al más puro estilo del Greco. La manera más sencilla de orientarle era que diera la vuelta por la calle que bajaba, tomara la dirección contraria y girara por una gasolinera cercana que le encaminaría irremediablemente a su destino. Se negó alegando que estaba prohibido  y que a los extranjeros se les exigía el pago al contado de las sanciones y no tenía dinero pues había sido atracado. Convinimos en que solucionara el entuerto en una rotonda más abajo y me tendió la mano en acto de agradecimiento. El apretón pareció sincero pero se alargaba en el tiempo mientras me contaba que había comprado un Rolex en una tienda, que al salir tres desalmados le atizaron candela al punto de tener que acudir a un hospital donde estuvo ingresado dos días. Me enseñó una bolsa de papel repleta de pastillas, una máquina para medir la glucosa pues era diabético y alabó mi natural elegancia, cosa que me extrañó pues la chaqueta que llevaba en ese momento, aunque de buena factura, arrastraba varias temporadas. Al comentar que no era para tanto me dijo que era sastre, adivinó mi talla y continuó el dicharacho alegando que estaba en España como colaborador de una tal Ferragamo cuya colección se había presentado en un reciente desfile de moda.

Solicitó de nuevo mi mano en actitud llorosa y  en acto de agradecimiento me ofreció gratis una chaqueta de piel que casualmente llevaba en el asiento de atrás y encima era de mi talla. La prenda en cuestión colgaba de una percha de baja estofa y estaba envuelta en un plastiquillo de tintorería que no correspondía a la calidad que pregonaba y cuyo coste superaba los tres mil euros. Tanto se empeñó que cogí la prenda aunque no conseguí palpar el material, no tanto por si misma sino para que me soltara la mano que sujetaba con firmeza por segunda vez. Alabó mi caballerosidad, las buenas relaciones de hermandad entre países hermanos y remató el discurso brillante de emociones con una petición irrechazable. No tenía dinero para la gasolina necesaria con que llegar a Barcelona donde tenía familiares que le prestarían  para regresar a su amada Italia. Una bicoca. setenta euritos que le daría para todo el periplo incluido lo suficiente para una comidita que le evitara la hipoglucemia tan temida por los diabéticos y que produce sudoraciones, mareos y desmayos imprevistos.  He de reconocer que fue un segundo de perplejidad hasta que deposité la chaquetita en el asiento delantero y me alejé a buen paso mientras el sastre italiano profería imprecaciones contra mi persona donde lo más bonito fue sinvergüenza y vafanculo.
Definitivamente le había jodido el timo pero ahora me arrepiento de no haberle dado diez pavos porque el trabajo fue tan elaborado y brillante que uno no tan precavido como yo habría caído con total seguridad.

Y es que soy de la opinión de que los buenos trabajos hay que pagarlos aunque sean de un timador que además ha sufrido un accidente laboral como el que sin duda soportó para obtener ese barroco cromatismo en la filós