Andaba yo paseando al perro que llevo dentro. Sucedió un
domingo después de una fatídica carrera de fórmula 1 donde las cosas se torcieron
tanto que obvié las dos últimas vueltas y salí del bar con la intención de
reponer fondos y andar unas manzanas para aliviar mi creciente cabreo. Retirado
algo de efectivo en el cajero de mi barrio, justo en el momento de guardarlo en
la cartera y todavía frente a la
pantalla que indicaba mi mal estado financiero, alguien a mi espalda solicitó
mi ayuda. Volví la cabeza y vi a un hombre algo nervioso que con intenso acento
italiano me pidió que le indicara como salir hacia la carretera de Barcelona. Me
acerqué a su coche y noté que tenía la cara mazada a golpes con especial
relevancia de un ojo a la virulé en tonalidades que iban del negro sotana al
morado nazareno dentro de una procesión de ocres al más puro estilo del Greco.
La manera más sencilla de orientarle era que diera la vuelta por la calle que
bajaba, tomara la dirección contraria y girara por una gasolinera cercana que
le encaminaría irremediablemente a su destino. Se negó alegando que estaba
prohibido y que a los extranjeros se les
exigía el pago al contado de las sanciones y no tenía dinero pues había sido
atracado. Convinimos en que solucionara el entuerto en una rotonda más abajo y
me tendió la mano en acto de agradecimiento. El apretón pareció sincero pero se
alargaba en el tiempo mientras me contaba que había comprado un Rolex en una
tienda, que al salir tres desalmados le atizaron candela al punto de tener que
acudir a un hospital donde estuvo ingresado dos días. Me enseñó una bolsa de
papel repleta de pastillas, una máquina para medir la glucosa pues era
diabético y alabó mi natural elegancia, cosa que me extrañó pues la chaqueta
que llevaba en ese momento, aunque de buena factura, arrastraba varias
temporadas. Al comentar que no era para tanto me dijo que era sastre, adivinó
mi talla y continuó el dicharacho alegando que estaba en España como colaborador
de una tal Ferragamo cuya colección se había presentado en un reciente desfile
de moda.
Solicitó de nuevo mi mano en actitud llorosa y en acto de agradecimiento me ofreció gratis
una chaqueta de piel que casualmente llevaba en el asiento de atrás y encima era
de mi talla. La prenda en cuestión colgaba de una percha de baja estofa y
estaba envuelta en un plastiquillo de tintorería que no correspondía a la
calidad que pregonaba y cuyo coste superaba los tres mil euros. Tanto se empeñó
que cogí la prenda aunque no conseguí palpar el material, no tanto por si misma
sino para que me soltara la mano que sujetaba con firmeza por segunda vez. Alabó
mi caballerosidad, las buenas relaciones de hermandad entre países hermanos y
remató el discurso brillante de emociones con una petición irrechazable. No
tenía dinero para la gasolina necesaria con que llegar a Barcelona donde tenía
familiares que le prestarían para regresar
a su amada Italia. Una bicoca. setenta euritos que le daría para todo el
periplo incluido lo suficiente para una comidita que le evitara la hipoglucemia
tan temida por los diabéticos y que produce sudoraciones, mareos y desmayos
imprevistos. He de reconocer que fue un
segundo de perplejidad hasta que deposité la chaquetita en el asiento delantero
y me alejé a buen paso mientras el sastre italiano profería imprecaciones
contra mi persona donde lo más bonito fue sinvergüenza y vafanculo.
Definitivamente
le había jodido el timo pero ahora me arrepiento de no haberle dado diez pavos
porque el trabajo fue tan elaborado y brillante que uno no tan precavido como
yo habría caído con total seguridad.
Y es que soy de la opinión de que los buenos trabajos hay
que pagarlos aunque sean de un timador que además ha sufrido un accidente
laboral como el que sin duda soportó para obtener ese barroco cromatismo en la
filós