lunes, 6 de agosto de 2007

LOS PELMAS

Soy un imán para los pesados. Se me acercan como sinpapeles al tajo y me cuentan sus cosillas durante horas hasta que pierdo el oremus y les envío al carajo, pero ni por esas. En unos días, parece que me huelen y me encuentran con las defensas bajas y su inmisericorde relato vital revuelve mis sesos hasta que mi cerebro me manda la señal. DANGER. DANGER. POSIBLE COLAPSO NEURONAL, y salgo pitando como alma biturbo.

Yo, que soy persona que le gusta la buena compañía y una amena conversación, cosa que hago casi todas las mañanas con un vecino amigo, ando por las tardes al retortillo, esquivando plastas y plomos, miro de reojo en los ventanales de los bares antes de entrar, cambio de ruta como si estuviera amenazado por la ETA y me pongo barba postiza y peluca, como el solitario, pero sin la pistola y las ganas de matar del cabronazo ese.

Dos son los casos graves, pero hoy os hablaré de uno. A Venancio le conocí en un bar que cerró al poco tiempo. Su público se dispersó y un día me pilló y tuvimos una conversación amable. Me contó parte de su vida y yo escuché atónito como su padre murió cuando él era niño, la hambruna de la posguerra, sus miles de trabajos, que yo no sabía que hubiera tantas profesiones, y su situación actual de jubilado con pequeña pensión que gasta alegremente entre copas de Dyc y máquinas tragaperras. Hace poco tuvo suerte y le tocó la especial. Yo previendo la que me esperaba, pagué mi cocacolita con la intención de zafarme cuanto antes, pero el miserable del camarero se entretuvo hablando con otro cliente sobre si un tal Cacá era bueno o malo para el Madrid, que digo yo que con ese nombre… y me ligó de plano.

- Coño, No te había visto.
- Pues yo a ti si.
- Tómate algo que te invito, que hoy me han tocado dos máquinas.
- Gracias, pero tengo un poco de prisa.
- Ni prisas ni leches. ¿Me vas a despreciar una invitación?
- Venga, algo rapidito.

Y pasaron veinte minutos de tedio donde habló de sus hijos, que si el uno, que si la otra, que si el nieto. Me enseñó las fotos de familia y cuando me iba a mostrar una del padre fallecido hace 50 años, salté como por acción de un muelle y le corté. No sabía que excusa poner así que mi cerebro traicionero me jugó una mala pasada. Le espeté.

- Si me quieres invitar de verdad, invítame al Bingo. Pones, pongamos.. 30 euritos y si se gastan, pongo yo algo luego y si nos toca, a medias. Pensé sinceramente que iba a decir que no. Fallé.

- Una idea cojonuda. Eso está hecho.

Mientras caminábamos al antro de perversión pensé que mientras duraba la partida no hablaría y eso me tranquilizó.

Había mesas vacías pero eligió una donde se sentaban tres señoras del estilo a las chicas de oro, pero sin la abuela y algo más castizas. Le comenté que podríamos estar más cómodos en otro sitio pero sentenció: ¡Es mi mesa de la suerte! ¡Si nos tenemos que apretar, nos apretamos!

Se presentó a las señoras, besó alguna mano, entabló una animada charleta con una de ellas, pidió los cartones y empezó el suplicio. A cada número cantado, respondía en voz alta de la siguiente manera.

- Veinte.
- Con quién.
- Uno
- El otro
- Setenta y siete.
- La Guardia Civil.
- LINEA, se oyó al fondo.
- ¡Pues que se la paguen, coño!
- Continuamos
- Cincuenta y cinco.
- Por el…. Te la hinco. No digo culo por respeto a las señoras.
- Ochenta y Ocho.
- Los ochíviris
- Sesenta y nueve
- El erótico
- Setenta y Uno.
- Galdós y Unamuno.

Y así todos toditos los números. Yo, abochornado intenté levantarme de la mesa pero tenía que mover a toda la gente, por lo que agaché el tupé esperando que nadie me reconociera. La gente pedía silencio al principio y luego le abucheaba sin contemplaciones, pero el pelma, erre que erre. De repente se santiguó, pegó un beso sonoro a sus dedos en cruz, calló y estuvo en silencio algunos números. Sonó como un trueno.

BIIINNNGGGOOOO.

Lo cantó tan alto que asustó a media sala. Las señoras pegaron un respingo de tal calibre que a una de ellas se le desajustó el marcapasos y las otras dos demudaron el color y el moreno piscina se tornó mantequilla de Soria. Yo, que de pequeño fui fallero menor, soporté el impacto con gran entereza pero pegué un viaje al guisqui de Venancio, que voló a la mesa de al lado y le dio de lleno a un señor muy puesto y le arruinó, por este orden, el peinado del peluquín y el traje de Hermenegildo Zegna.

Solo recuerdo que salí disparado sin atender a la enferma ni pedir perdón al del guiscazo. Hace unos días paré por Mazarinos y me dijo Pruden, el encargado, que Venancio me estaba buscando para darme quince euros del premio. Todavía no se porqué se fue tan deprisa, le dijo el plasta. Para mí que fueron los nervios, que toma mucha cocacola y eso es veneno puro.

Le conté el episodio y se despiporró de risa.
- Puedes venir tranquilo por aquí, no creo que vuelva.
- ¿Porqué estás tan seguro?
- Porque le cobré tus quince euros por un Dyc. Aquí los tienes, te los mereces.

- Eres un hacha, y le abracé hasta dejarle sin respiración.

Todavía me queda joselito, un niño de cuarentaytantos, plomo, plomo. Al loro.

viernes, 27 de julio de 2007

BLANCA OSCURIDAD

Estoy paseando por Madrid. Son las siete de la tarde y los benignos días pasados de Julio han dado paso a un final de mes caluroso. Nada que no sea habitual aquí en las fechas que corren. Bajo por Alcalá hasta la Puerta del Sol con la intención de coger el metro que me lleve a casa. Llego a la plaza y me topo con riadas de personas que acceden desde todas las calles que confluyen en la misma. Veo a una chica enfundada en un chaleco fosforescente con un cartel que reza “COMPRO ORO” y reparte propaganda en mano a todo aquel que pasa y la quiere recibir. Cuando estoy a un metro suyo, baja las manos y agachando la cabeza deja que pase de largo sin siquiera hacer el gesto de darme la publicidad. Paro mi marcha y le pregunto porqué me lo niega. Me responde que no tengo aspecto de querer malvender mis joyas al peso. Le respondo con un leve hasta luego y bajo las escaleras hasta llegar al andén. Llega pronto el tren y veo pasar los vagones llenos. Se detiene y salen docenas de personas que proporcionan un poco de espacio a los que esperamos para entrar. Dentro veo un huequito al lado de una agarrador lateral donde soportar las arrancadas y frenadas del convoy. Miro a mi derecha, a unos pocos centímetros y veo a un hombre asiático, menudo y sonriente con una niña al lado. Me fijo en sus manos huesudas que terminan en unas uñas largas y brillantes, como si tuvieran una capa de laca o aquel ungüento con que se pintaban las de los niños pequeños para que no se las mordieran. Mas adelante hay un asiento con cuatro mujeres. La primera por mi izquierda es de aspecto paquistaní de cara morena aceituna, del color de aquellas llamadas de "machacamolla", abiertas a golpes por la mitad que tanto me gustaban de niño y a las que llamábamos “aceitunas para inteligentes”, porque según el camarero del bar que las vendía, solo le gustaban a la gente lista. Va adormilada, con la cabeza caída y la posición forzada a la izquierda en una postura incómoda y vencida por un sueño tan efímero como el tiempo que tarde en llegar la siguiente estación y se oiga la voz metálica que anuncia la parada. Dos mujeres corpulentas de gafas cuadradas murmuran sus cosas. Con el bullicio del vagón y el ruido del tren podrían hablar en tono normal y nadie se enteraría de la conversación pero prefieren hacerlo bajito como si respondieran a una letanía o estuvieran rezando el rosario. Por su enorme parecido no pueden disimular que son madre e hija. Al final del asiento, otra mujer, ésta sudamericana con rasgos indios de pronunciada nariz y falda multicolor. Enfrascada en sus pensamientos, su boca esboza de vez en cuando una leve sonrisa, tal vez de nostalgia del altiplano peruano donde quizás dejó a sus hijos y ahora les recuerda comiendo un marengado de lúcuma festejando un cumpleaños o simplemente la llegada por Union Express del envío mensual para que no les falte de nada. Miro a la izquierda y a mi lado veo a un joven, negro como el carbón, con el pelo bien cortado, tan ensortijado, que ni separándolo a dos manos se llegaría a ver su raiz. Lleva colgada de un hombro una mochila roja casi vacía que le da el aspecto de un zurrón fofo. Tiene unos poderosos ojos negros que miran en derredor no sé bien si empapándose de cosas que jamás ha visto o vigilante para atisbar esos carteristas que según le han contado abundan en el metro y pueden apropiarse de sus escasas pertenencias. Al fondo una joven alta, morena y guapísima que viste de blanco inmaculado. Solo al recorrer el pasillo para salir puedo ver su cuerpo magnífico, bien formado, de piernas eternas y un busto erguido que no necesita nada que lo sostenga y donde se notan dos pequeñas avellanas que apuntan hacia arriba en ese estado de gracia que mezcla juventud y belleza. Al cruzarme con ella coinciden nuestras miradas durante un instante mínimo que se me hace eterno. Sonrío y me sonríe pícaramente como si fuéramos cómplices de un delito de amor no consumado. Salgo del vagón algo turbado deseando saber su nombre. Cuando oigo el pitido de partida doy media vuelta esperando que la puerta siga abierta y poder volver a mirarla, pero ya está cerrada. Arranca el tren y me quedo en el arcén hasta que desaparece en las tinieblas del túnel. En mis sueños te llamaré Blanca Oscuridad.

martes, 24 de julio de 2007

EL TRANSPORTE PUBLICO

Si amigos, he descubierto el Transporte Público.

Cada vez que cogía el coche para moverme por la ciudad mi conciencia cívica me machacaba el cerebro con mensajes como “ Contaminas mucho”, “Si estás en un atasco es porque quieres, Imbécil”, “En metro llegarías antes” y así sucesivamente. Con todo y eso no terminaba de gustarme la idea de utilizar el TP. Con mi cerebro y mi corazón enfrentados decidí apuntarme a una nueva terapia promovida por el Ayuntamiento con el lema: COCHE EN CASA, NO DES LA BRASA. Sin duda un esfuerzo mental de los técnicos de marketing del consistorio.

Como era la primera sesión no asistimos muchos. Contando con el profesor éramos 3. El otro era uno con aspecto descuidado que aprovechaba el descanso para beberse 5 cafés, comer a destajo bollos y galletas y guardarse una buena cantidad en los bolsillos. Es para luego, decía. ¿Oye, tu tienes coche? Coche no VANETE. No tiene motor pero se duerme bien. Según confesó el extraño olor que desprendía era porque usaba como desodorante zetazetapaf para repeler bichos y chinches. A pesar de todo se le veía feliz

El cursillo consistía en sentarnos en una butaca donde el instructor mostraba y explicaba imágenes donde se veían situaciones de grandes atascos y violencia urbana. Anteriormente y con el fin de que no cerráramos los ojos ante ninguna situación de alto impacto nos colocaban en los ojos unos alambres similares a los de la película La Naranja Mecánica para no poder cerrarlos.

La verdad es que proyectaban imágenes muy duras. Grandes atascos donde un recorrido de 100 metros se convertía en media hora de viaje, ciudadanos alterados por el estrés enzarzados en peleas por asuntos sin importancia. Recuerdo con especial interés uno de una pareja discutiendo dentro de un coche, llegando a agredirse solo porque el novio había pegado un moquete debajo del asiento. La mujer muy enfadada anunciaba a grito pelado que era un guarro y que pasaba de la boda. Llevaba un bonito vestido blanco y un ramo de flores. Otro que me llamó la atención era un conductor negándose a que le limpiaran los cristales. La mujer seguía insistiendo y amagando hasta que el hombre salió del coche y le derramó por la cabeza el cubo del agua y el fairi. Sorprendida, soplaba sacando burbujitas de la boca mientras el bebé que llevaba en la espalda atacaba al ciudadano cabreado con el limpia de canto acertándole en un ojo. Cuando llegó la policía y le preguntó que camino había tomado la mujer, murmuraba que estaba él como para fijarse en detalles. El último que recuerdo. Un monumental pifostio en la Castellana llena a rebosar de coches y autobuses, todos ellos pitando. De repente se oían unas sirenas y se veía a un cortejo policial con motos y coches a toda pastilla por el carril central inhábil para la circulación. En el centro de la comitiva se observaba a Zapatero fumando un pitillo sonriendo y charlando amistosamente con Sonsoles. Según nos comentó el instructor, tanto despliegue se debía a que el presidente acudía a una cita imprescindible. La inauguración de un cementerio solo para gente de izquierdas, sin capilla ni nada, que se había levantado en Taruguillo, en las inmediaciones de Arganda. Digo yo que incluir ese video fue obra del mismo Gallardón que después de saber que Rajoy no cuenta mucho con él para la sucesión, intentó un acercamiento a los socialistas que le hicieron una pedorreta. Y claro, el pobre muchacho se sintió ofendido y pasó al ataque.

Lo cierto es que salí del seminario impresionado y decidí no volver a coger mi coche para circular por Madrid. Tomé nota y empecé a usar el TP. Para un burgués liberal de izquierdas como yo el paso definitivo al bus y al metro se me hacía cuesta arriba. Mi alternativa natural estaba clara. El Taxi.

Pasaron unos meses con mi concepto de conciencia ciudadana adormilado, como si permaneciera en el limbo de una caja de lexatines. Recuerdo que fue a primeros de Julio después de un asado magnífico y una botella de Imperial Reserva cuando se iluminó mi cerebro. Primero fueron flases intermitentes para luego quedar definitivamente encendido. Hasta la iluminación de mi mente, claramente de neón por su comportamiento en el proceso de encendido era de alto consumo pero de bajo rendimiento. Había despertado de mi letargo. Pensé en las ventajas del diesel, menos contaminante y con menos consumo que la gasolina, también en que el taxi transportaba a más personas que el coche particular, pues mientras yo iba solo conduciendo, el taxi mueve al menos a dos personas, por lo que el gasto de combustible se dividía entre dos. Lo que no me quedó claro es porqué pagaba yo solo la cuenta. La próxima vez le digo al peseta que le pago la mitad de lo que marque el taxímetro. Así lo hice. Paré uno y le indiqué que me llevara a la calle Leganitos. Antes, le expuse mi teoría y me mandó al carajo. Solo deciros que me quedé iceberg. Incrédulo, bajé y zanjé la cuestión con un portazo.
El paso definitivo para ser usuario completo del TP llegó de la manera más inesperada. Tomé un taxi, di una dirección. Terminé mis asuntos y salí a la calle principal con la intención de coger otro de vuelta a casa. Recordé que no tenía dinero y acudí al cajero. Saqué mi tarjeta oro de la Banca López Queimada. Introduje el número secreto. Pi pi pi pi , retirada de efectivo, 200, Lo sentimos pero no podemos realizar la operación. Mierda de cajero. Acudí a otro y obtuve el mismo resultado. Introduje la tarjeta en un tercero, esta vez en una sucursal del Banco del Parque Guell y me salió en la pantalla: GAME OVER. Desesperado golpeé con la cabeza el maldito aparato y de pronto vi que ponía: TILT y se tragó la visa.

Me quedaba un euro y mi casa quedaba lejos. Agaché la cabeza, me metí en el metro y miré el mapa. Tuve la misma sensación que hacía unas semanas cuando me entregaron la gráfica de mi electrocardiograma. Pregunté mucho, me equivoqué bastante. Descubrí razas que solo recordaba de mi colección infantil de cromos Vida y Color. Eran siete estaciones y un trasbordo pero tardé hora y tres cuartos. Llegué a casa y llamé a mi banco para ponerles a caer de un burro. Entonces me contaron la cruda realidad. Tenía en la cuenta seis euros. Todavía me faltaban unos céntimos para comprar un bonometro.