miércoles, 12 de diciembre de 2007

EN LA COLUMNA DE UMBRAL / 101

EL INSTIGADOR


La muerte de Francisco Umbral ha dejado dos huecos en mi vida. Uno en la estantería porque un libro suyo ha pasado a mi mesilla donde se encuentran los libros importantes y otro en el periódico EL MUNDO donde escribía su columna que tantos placeres y algunos sinsabores me proporcionaba.

Mal asunto para Pedro J. este de sustituir a un consagrado por otro que sepa mezclar con acierto, la prosa de un gran escritor y la puntería de opinar a diario sobre los acontecimientos cotidianos. Para ello ha invitado a una serie de periodistas y columnistas que, desde su criterio, puedan ocupar algún día el espacio que Paco dejó. Algo así como un concurso-oposición donde los plumillas desenvuelven su mejor literatura y dan su particular visión de los aconteceres diarios en el privilegiado espacio de la última página, que para mi es siempre la primera.

Son 100 los invitados a concursar por el puesto y como podéis imaginar no soy uno de los candidatos, pero eso no tiene importancia. Yo tengo mi propia publicación y me invito con el número 101 para que no haya sospecha que me considero alguien capaz de afrontar semejante reto.

Mi única razón para cometer tal atropello reside en algunas conversaciones que mantengo con lectores de mi blog que me piden un cambio de estilo y que “me moje”, vertiendo mis opiniones que ellos consideran acertadas y que para mí son reflexiones de bar poco fundamentadas pero, quizás, bien contadas. Algo así como el periodismo de ahora que, salvo excepciones, no basa la noticia en un estudio previo que la otorgue credibilidad sino que la criba en un cedazo donde sólo se caen los guijarros que les molestan y quedan expuestos a la luz de la pretendida veracidad, aquellos que satisfacen a su amado patrón. Eso que se llama la línea editorial del periódico.

Después de varios lustros leyendo prensa a diario, he de reconocer que evito la información que proporcionan más del cincuenta por ciento de los columnistas habituales, tanto de la zurda como de la diestra y leo con recelo de conejo a otros tantos que deslizan algunas zanahorias envenenadas de vez en cuando.

Así las cosas, aunque gasto de largo en publicaciones, mi lectura es cada vez más breve. Almaceno periódicos que semanalmente descargo en el contenedor de reciclados, no sólo con la intención de devolverles una vida nueva, sino esperando que en la barriga oscura del depósito azul se produzca una fermentación que depure, además de la celulosa, la insidiosa información de aquellos periodistas consagrados por una prosa hábil pero alejada de la noticia sin contaminantes partidistas.

Hace poco que escribo, en Abril hará un año y aunque soy un flojeras inconstante, he encontrado una afición deliciosa que me permite mezclar fantasías obsesivas con realidades abrumadoras en un ejercicio tan beneficioso para mi alma como si del mejor confesionario se tratara, eso si, sin la atosigante obligatoriedad del sacramento divino ni la penitencia culposa del que junta palabras como forma de sustento.

Obligado por la causa de no mostrar mis cartas y poder caer, de esa manera, en mis propios partidismos, he elegido el relato inventado como forma de comunicación con el exclusivo propósito de entretener. Se que hay algunos que no entienden mi postura de no exteriorizar mis opiniones y sentimientos con el fin de conseguir, tal vez, un aumento de la clientela, pero me conformo con lo que tengo. Una palabra de aliento es suficiente para halagar mi vanidad y comprender que el ejercicio de escribir a fondo perdido es más gratificante que hacerlo bajo la turbia mirada estrábica de un patrón que mire en el mismo acto, la prosa desajustada de un novato y las teclas de una caja registradora que suena como el Money de Pink Floyd cada vez que se publica un escrito amañado, en el que la autocensura democrática es tan peligrosa como la anterior, pero eso si, alabada por nuestra bendita constitución.

No te molestes, Pedro J. Mañana publicas el 96 y ya te queda poco para decidirte, pero no cuentes conmigo. Prefiero a mis escasos fieles lectores que escribir mis devaneos en tu púlpito catedralicio. Eso sí, de los 100, solo merecen el puesto una docena, el resto, caca de la vaca.

martes, 11 de diciembre de 2007

EL e-LEARNING Y LA MADRE QUE LO PARIÓ

Tengo una deuda pendiente con mi currículo. Pesa en mi conciencia no haber hecho un curso de postgrado y al fin me he matriculado. Hoy han llegado a mi queli los libros y cedés del primer cuatrimestre que empezará recién inaugurado el 2008 y me he quedado de plástico. Un cajón monumental que supuse era una palangana de Limoges del siglo XVII que compré en ebay, resultó un quintal de papeles encuadernados con títulos inequívocamente formulados para que, antes de empezar, esté maldiciendo el hecho de haber acoquinado la pasta en un solo viaje.

E-Learning y Teoría del Aprendizaje Constructivista en las Disciplinas Informáticas: Un esquema de ejemplo a aplicar.

Este es el título del primer tocho, eso sí, en castellano, porque muchos de ellos están traducidos a un perfecto inglés, que aunque lo chamullo con una cierta gracia, no es igual pedir un filete de bisonte en Queens que meterte para el cuerpo una materia espeluznante en el idioma de Sam, el tío del gorro.

Me gusta la enseñanza y viví de ella varios años recorriendo España en una gira agotadora que soporté, no por la vocación, que no la tenía, sino porque podía pecar en el más amplio sentido de la palabra, desaparecía de los lugares en plazo breve y estaba muy bien pagado. Llegué a elaborar unos manuales donde mezclaba la sencillez con el atrevimiento y creo que esos años fueron los más creativos de mi vida profesional.

En mi faceta de “consultor” – si te llamabas profesor no cobrabas ni la mitad – solo ponía una condición. Los hoteles en los que me hospedara deberían tener servicio de habitaciones a cargo de la empresa contratante porque me llevaba mucho tiempo preparar las clases personalizadas a cada grupo, cuando en realidad me servía para comer algo cuando aterrizaba de madrugada contentillo, algo sudoroso y hambriento. Solo me ponía una prohibición. No ligar jamás con ninguna alumna. Cierto es que lo cumplí a rajatabla excepto en una ocasión que, sabiendo que no seguiría en eso mucho tiempo, me encandiló una moza que desposé al cabo de los años.

Todavía no se porqué he elegido hacer un master en e-learning. Quizás porque piense que la formación a través del ordenador es el futuro inmediato o porque en aquellos tiempos no tan lejanos encontré un trabajo que me hizo bastante feliz. El caso es que aquí me hallo, con las neuronas en coma flotante y la unidad aritmético lógica en pleno cortocircuito.

Tengo dos opciones: intentarlo de verdad o dejarlo, con el correspondiente rapapolvos de mi madre que me advirtió que ya no tenía edad para estudiar leñes de computadoras.

Me estoy animando. Les hincaré el premolar a los libracos hasta que les salgan los bytes por los cancañales. Todo con tal de no oir a mi madre.

miércoles, 5 de diciembre de 2007

LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN PIMIENTO

¿Sabes la historia de Juan Pimiento?
Que se fue a cagar
Y se lo llevó el viento.

Juan Pimiento nació en Calahorra (La Rioja) a finales del XIX. Si bien nadie duda sobre la certeza del hecho acaecido, la misteriosa desaparición del personaje no es achacable exclusivamente al acto corporal en si.

Está demostrado que Juan salió de casa con paso zambo, una mano en el vientre y otra clavada de canto entre las cachas balbuceando Uff, Uff ¡Que no llego!, ¡Que me lo hago!. A partir de ese momento, los cronistas de la villa solo disponen del testimonio de un herrero que creyó oir entre los resoplidos del fuelle un Ahhhh que interpretó como de alguien que hubiera quedado conforme con algo, de satisfacción inmediata o de alivio de algún mal.

Esa misma tarde, un viento huracanado azotó el pueblo tronchando árboles, derribando cabañas, esparciendo el ganado y las gallinas del tío Jacinto tuvieron su primera lección de vuelo acrobático con rasante sobre el claustro del convento, donde además de muchas plumas, perdieron la carga blanca que impactó con certero tino en el hisopo con agua bendita del señor obispo, que dibujó con finos trazos amarillos la blanca palidez de las novicias que se ordenaban ese día.

Pero no se supo más del desdichado Juan. El pueblo pensó que el tornado habría succionado su cuerpo llevándolo al averno de donde había salido para llevar la desgracia a sus habitantes.

J. Pimiento no sólo no falleció en el desdichado episodio sino que vivió una larga vida. Sencillamente, fue al encuentro de un remedio para su mal que no era otro que ese violento estertor intestinal, el retortijón traicionero ante el que no podía permitirse el lujo de esperar un mejor momento. Solo era capaz de aguantarlo unos segundos o varios metros de atropellada carrera, por lo que era habitual que descargara antes de encontrar un lugar adecuado y mancillados su honor y sus pantalones , iba a casa maldiciendo su suerte mientras sufría el escarnio de sus vecinos que cantaban con malicia.

Juan Pimiento se ha cagado.
Huele mal el malandrín,
sucio, pobre y malhablado.

Aprovechando la confusión que reinaba en el pueblo, cogió un borriquillo y anduvo muchas leguas, parando solo a comer y dormir con la esperanza de hallar un lugar donde sanar de su mal y conseguir un empleo con el que procurarse sustento.

Tenía previsto llegar a Barcelona, pero las fuerzas le fallaban. El asno cojitranco rebuznaba de dolor como si tuviera clavada en el alma la espina que le atravesaba la pezuña y la insistente punzada en el vientre hacían del viaje una pesadilla, pero Juan caminaba confiado porque por primera vez en su corta vida nadie se mofaba de él.

Faltaban algunos kilómetros para llegar a destino, cuando su salud se quebró y tuvo que ser atendido en el hospital de misericordia de un pueblo llamado Rubi. A las pocas semanas, completamente restablecido, recogió al rucio en su establo de luna y partió de noche con la intención de llegar a destino con las primeras luces de aquel diciembre raso y polar.

Caminaba por el sendero polvoriento, y a la vera su compañero le topaba con el hocico en el brazo, como si quisiera advertirle de algo, hasta que se paró. Juan tiró de él con fuerza inútil y se quemó la mano con la áspera cuerda de esparto del bocado. Fue en busca de un palo largo que hiciera de fusta y fue entonces cuando vio una enorme luz encima del pueblecito, una estrella refulgente que le cegó durante unos instantes. Montó y su cabalgadura galopó como un corcel buscando el origen de aquel fulgor.

Llegó al pueblo y encima de un establo la gente se arremolinaba en torno a una pareja de jóvenes que miraban a un recién nacido rechoncho y sonriente. Una de las vacas se acomodó a la derecha y un hermoso buey lo hizo a la izquierda para procurarle al rorro algo de calor en esa noche helada. Juan sentía una profunda sensación de paz y amor. Habría permanecido allí para siempre cuando sintió la necesidad que tan infeliz le hacía. Salió corriendo pero no llegó muy lejos. Allí, en cuclillas, pudo ver a unos señores extraños, con uniforme azul y dorado, conductores del primer ferrocarril de Cataluña, que adoraban al pequeño y le entregaban presentes, mientras la multitud llenaba las calles del pueblo atraídos por el extraño fenómeno.

Juan Pimiento decidió establecerse allí y aunque nunca se curó de su mal, fue un hombre querido y respetado en aquella pequeña localidad catalana y todavía en su memoria se utiliza en los nacimientos de la comarca la figura entrañable del caganer.