miércoles, 30 de enero de 2008

LA RADIOFÓRMULA

Sentado en mi habitación, sin saber que hacer, se me pasa el tiempo…Otra vez los cursis de Mecano en los Cuarenta Principales. Salté a Radio Olé y una tonadillera pop versionaba a los Chorbos con Manzanita en un lamentable remix que me trasladó a un purgatorio sin fuego, a un paritorio de Caño Roto donde una pobre mujer alumbraba con dolor, un single de los setenta cubierto de la plateada pátina de un CD bien lijado. Nunca sanaré de la indigestión de ripios y flamencadas de nuestros queridos Dj´s, ampulosos y repetitivos, que pinchan hasta alterar la conciencia de los oyentes en su afán de convencer mediante la insistencia de un cobrador cabreado, que aquello que es malo se convierte en bueno porque te acostumbras, como si tomaras arsénico en pequeñas dosis para soportar un trago mortal que no mata, pero te aturde.

Pasé por la tienda a ver si me habían traído el portátil que encargué. Había elegido uno refrigerado por líquido porque apenas suena, ya que odio el sonido zumbón de la electrónica. De día soporto los bramidos del helicóptero que se posa sobre mi cabeza, como contándome los piojos y consigo encauzar la lectura de Sófocles aunque la vecina regañe a la asistenta con la violencia de una madam sado que, a falta de látigo, fustiga a la pobre rumana con un griterío desmedido por un guiso mal planteado o la limpieza maculada de algún tenedor de postre.

Sigo prefiriendo el sonido seco e hiriente de la cuchilla de afeitar que además de los pelos, te rasura las impurezas del alma y a veces te corta la jeta como si tu pendenciero interior te avisara de su destreza con un eficaz movimiento de chaira, al temblor frenético de las revoluciones alocadas de la eléctrica que pellizca y calienta la cara encarnada hasta dejar la carrillera humillada, como si fuera un filete cortado a la contra. Por la noche, delante del ordenador, el ventilador que enfría el procesador abrasado por corregir mi sintaxis, hace un ruido permanente apenas audible a dos metros que se me mete en la chola y no me deja en paz cuando tecleo incongruencias que borro y corrijo hasta que tengo dos líneas que puedan leerse sin tener que apostatar de mí mismo. Por eso decidí comprar una máquina silenciosa que me permita pasar las madrugadas en compañía de mis latidos como único tostón.

Tras constatar que mi anhelado silente se retrasaba otros días, entré en un bar de esos que cuando entras, sabes que estás en el sitio equivocado, para tomar una sin con boquerones en vinagre, ordenaditos por capas, tan blancos, que parecían pililas de ángel con su menudeo de ajitos y un chorretón de buen aceite.

En ello estaba, acompañado con el sonido de la tele que daba un informativo regional que no interesa mucho pero acompaña la soledad, cuando una camarera ultramarina de talla menuda cambió de canal, subió el volumen y comenzó a sonar una vieja canción de Los Inhumanos que me aguó, más si cabe, la insípida cerveza y a los lomos albinos no tuve más remedio que darles la vuelta para que apareciera su tono oscuro en señal de luto. Solicité un cambio de tercio sin haber pasado por varas, pero la señora presidenta con mandil negro y estropajo en mano, sacó un pañuelo verde y me mandó a los corrales de su indiferencia aduciendo que lo que se necesita en un bar es alegría y no tanta mala noticia.

- ¿Crees que un grupo que se llama Los Inhumanos y una canción que dice que todos los negritos pasan hambre y frío duduua, es animación para un local?
- No se me cabree, comandante. Esto es la MTV Latina. En un minuto cambian el vidéo y saldrá algo pelotudo como Edgar Ajaxpino o los Pajilleros de Jajacuate que son unos amores. Tocan rock-corridas potentes que me estimulan y me dan energía.
- Es que con ese nombre lo raro es que tocaran rancheras. ¿No te das cuenta que el vinagre y el onanismo son incompatibles?
- Los que somos incompatibles somos usted y yo, así que pague la cuenta y váyase no más, que me debilita su presencia de soso.

Le di veinte y me devolvió cuatro en un platillo de plástico que retiré al instante no fuera que hiciera bote con ese movimiento instintivo de algunos camareros, que ya querría Harry el Sucio para tirar de revólver en un saloon de Tejas.

Saqué la mano para parar un taxi y cuando entré, sonaba en la radio lo penúltimo de la década prodigiosa. Sin duda, hubiera preferido que el taxista fuera Luis Cobos.

sábado, 19 de enero de 2008

EL ARLINGTON, CLUB PARA SOCIOS

El Marqués de Tetaprieta hizo acto de presencia. Abrió la puerta metálica del bar donde se reunía la flor y nata de la aristocracia solvente, y como de costumbre, se agachó a tocar con su dedo índice de la mano izquierda el rodapié de madera en un tramo pequeño que había perdido el barniz. Nadie de los presentes se inmutó. Saludó un “nosdías” con la voz aflautada de un castrado y se sumergió en la lectura del ABC mientras le servían su primer trago que invariablemente era un vermú con ginebra. Abrió el periódico por el chiste de Mingote y se entretuvo un minuto sin mover el gesto, en una absorción que daba a entender al personal que lo observaba, que no entendía el mensaje o que se reía por dentro para ahorrar aliento. Acto seguido, continuó con su ritual diario que tanta expectación causaba. Movió las páginas hacia la sección de economía mientras hurgaba en sus bolsillos buscando un pequeño tarugo de ébano y no miró las cotizaciones en bolsa hasta que lo arropó con su mano derecha, de tal manera que no quedara a la vista ni un milímetro de su amuleto.

Pasó cerca de media hora anotando números en su moleskine rojo. Si los resultados de sus inversiones salían negativos hundía la cabeza entre los brazos y sollozaba, ¡La ruina, Pepe, vamos directamente a la ruina! y se pedía una manzanilla con un chorrito de anís para el sofocón mientras se pasaba por la cabeza el taco de la suerte, despeinando los jirones de poco pelo que le quedaban y que le daban el aspecto de un espantapájaros de cabeza de heno. Por el contrario, si obtenía ganancias, besaba la cartera repleta de estampas y pedía otra combinación con tono autoritario.

- Escánciame otro, Pepe, que nos hemos ganado el jornal.
- Perdone el señor marqués, pero el jornal se lo habrá ganado usted.
- ¡Mira que eres bestia, Pepe! Si yo gano, tú ganas porque bebo más, invito más y haces una caja pistonuda.
- Pero el señor marqués nunca invita a nadie.
- Siempre que gano, invito a San Judas, San Teódulo mártir y a San Pedro Regalado, pero no consumen, Pepe. Los santos no consumen más que oraciones y cirios, y de eso les tengo bien servidos. Además, plebeyo, te enriqueces cuando me sirves, que para ti debe ser un honor tenerme de cliente, con mi historial nobiliario.
- Si me dejara de propina tantos euros como títulos tiene, quizás en diez años podría cambiar de coche.
- ¿Cambiar de coche? ¿Hemos gastado una millonada en el metro y se te ocurre decirme que quieres cambiar de coche? Ponme unas olivas, animal, desagradecido, que no hacéis más que llorar como plañideras.
- Si señor. ¿Se ha dado cuenta el señor qué día es hoy?
- Lunes, ¿pasa algo?
- Lunes y trece.
- ¡Delante de mi no se pronuncia el número Toledo¡ Once, doce, Toledo, catorce. ¿Estás seguro de eso?
- Por supuesto.
- Me voy a cagar en la madre que parió al chofer, mira que no avisarme.

Y se largó pitando porque los días Toledo no salía de casa y si coincidían en Martes, no se levantaba de la cama. Era, con seguridad el hombre más supersticioso que nunca había existido. Otra de sus manías era llevar braguero sin estar herniado, por si un aquel, y utilizar tiritas en las yemas de los dedos cuando leía la prensa pues suponía que se le produciría una erupción debida a una falsa alergia, no se sabe si a la tinta, al papel o a las malas noticias. Tenía una leve cojera inexistente que se le manifestaba de cuando en vez, y que el camarero anunciaba a los presentes, - ¡El señor Marqués, va a cojear un poquito, no se lo pierdan! -, cuando iba al baño a quitarse los microbios de las manos o a echar una meadita a casi medio metro de distancia del mingitorio para que no le saltaran los bacilos de la sífilis, que era una enfermedad de puteros. ¡Y en este bar hay muchos!, decía con su voz de canario flauta.


Desde el otro lado de la barra, su primo Leonides, Conde del Enebro en Flor, apuraba su primer martini de las doce y se ahuecó en el taburete forrado de terciopelo púrpura para escamotear un cuesco insonoro pero de gran efectividad, que obligó a Antonio, el encargado, a indicarle con total corrección si permitía que abanicara un rato para orear el local. El Conde le respondió adusto, que la nobleza de abolengo tiene bula para pederse en cualquier lugar y los serviles, la obligación de estar callados, sin inmutarse. Los tres primeros cócteles se los preparaban según las normas habituales. A partir del cuarto, se los burlaban con agua, progresivamente, rebajando la cantidad de ginebra hasta casi desaparecer. En su total ebriedad habitual de las nueve de la noche, solicitaba la cuenta y Antonio le decía a Pepe.

- La cuenta del señor Conde.
- ¡Espera, que voy a mirar el contador del agua!
- Este mes, el canal nos va a moler en la factura.
- Si, pero al de la Beffeater le va a entrar pánico cuando le hagamos el pedido.
- Lo uno, por lo otro. Y a disfrutar de la exquisita clientela, que si no fuera por ellos seguiríamos poniendo cañas en el rastro.

Y el Conde sacaba la cartera repleta de billetes de cien y se la daba tal cual para que cobraran una cantidad que dependía del grosor del efectivo y del pedo del aristócrata.

Remataba el cuadro el Duque de Malocorpo y Grassini, un obeso de glorioso pasado militar, quintal y medio en poco más de cinco pulgadas, que despachaba a diario cuarenta litros de cerveza de barril servida en una copa de tres pintas que trasegaba en dos besos. Pedía almendras y croquetas que cogía con sus manos como morcillas llenas de oro y piedras de colores, y se las llevaba a la boca de tres en tres y las tragaba casi sin masticar, como si fueran juanolas.

Se comentaba en el club que estaba medio arruinado, pero vestía trajes a medida cortados en París y conducía el último modelo que Bentley sacaba al mercado. Tenía mujer de postín y amante chilena a la que llamaba “La pupila”, que le sacaba, además de un flamante apartamento de doscientos metros, tántos cuartos como para una familia de quince. Y como decía él, lo ilegal es caro, pero merece la pena. Fumaba tabaco Inglés, rubio y sin boquilla que apagaba en un cenicero de cristal donde ponía las colillas en vertical, tiesas y del mismo tamaño, en formación, como si les estuviera pasando revista. Nadie podía tocar ni soplar su pequeño batallón hasta que desaparecía, inmenso y bamboleante como un tentetieso.

Yo, mientras tanto, partido de risa, estaba sentado con una linda señorita tomando un gintonic de Heindrich´s con fever tree y una lámina de pepino no más gorda que una hoja de afeitar, allí en el Arlington, un bar-club con nombre de cementerio.

jueves, 10 de enero de 2008

SOÑÉ CONTIGO AQUEL MEDIODÍA DE JULIO

El último se marchó bien entrada la mañana. Lo sé porque la terraza era una chicharrera y los geranios me suplicaron agua con un lloriqueo silencioso y una huelga de ramas vencidas.

Me puse a recoger el desaguisado empezando por el salón donde se amontonaban botellas a medias, platos con canapés cuadrados de aristas bronceadas, discos de funky, ceniceros llenos de colillas que en mi alterado estado me parecieron abortos de anaconda, copas de martini sin aceituna y decenas de latas vacías que daban a la estancia el aspecto de un campo de batalla donde los generales hubieran disfrutado de la lucha mandando a los soldados metálicos a morir por saciar su sed de diversión.


Mis amigos tomaron mi casa como si fuera suya sin serlo, de aquella manera en que la confianza te permite sentir como en la propia, sin la obligación posterior de tapizar de nuevo las sillas blancas en su renovado estampado color rioja ni avisar al fontanero para desatascar la pila pletórica de rajas de limón, patatas fritas en inmersión y hasta unas perlas falsas de algún collar chino que no soportó la cariñosa acometida de un varón intentando en su valentía escocesa, de malta, robar un achuchón a la chica que descargaba vasos sucios.

Definitivamente, había sido una gran fiesta. Mis amigos salieron contentos, muy contentos, y la vecina británica que tanto se quejaba del volumen de la música, se incorporó al festejo sin refajo y disfrutó viendo que su inalterable vida podía convertirse, por una noche, en un festival audiovisual en el que se desmadró bebiendo rones morenos a palo seco, bailando con corderos que le parecieron cabritos porque no le salió plan y sudando la blusa concisa anudada por el ombligo que dejaba entrever en su generoso escote, un par de peras de casi dos libras por fruto, que se mantenían más firmes que su dueña a medida que avanzaba la noche.


De todo hubo en mi fiesta estival. Música bailable, alcohol de graduaciones varias, flirteos descarados, risas por doquier y como no, a la hora precisa de las canciones conocidas, la sempiterna monserga del pop de los 80 tan gastada como hace quince años. Minifaldas escalofriantes levantaban el vuelo con el rock de la cárcel exhibiendo piernas de afrodita rematadas por una escasa lencería de pubis en claroscuro y nalgas de caoba. Nosotros, haciendo corro y esperando la oportunidad de que sus ojos de pantera se posaran en los nuestros, no perdíamos la ocasión de abrazar su cintura para atraer a nuestro pecho un leve roce de los suyos con los que soñar hasta que aquello terminara.

Después de las despedidas, me tumbé en mi cama sospechosamente revuelta pero quería dormir y no era momento de poner pegas ni estirar las arrugas. Al apoyar la cabeza noté una molestia en la nuca. Rebusqué hasta encontrar entre las plumas y la funda de raso azul, un broche de nácar pinchado en mi almohada. Lo dejé caer alargando la mano hacia el suelo para que apenas hiciera ruido que pudiera despabilarme y al darme la vuelta tropecé con algo duro entre mis piernas. Bajé la mano en dirección al bulto, palpando, hasta encontrar un objeto que por su textura y tamaño no parecía pertenecer a mi cuerpo y resultó ser un vaso de tubo con olor a Jack Daniel´s y carmín en el borde con forma de beso, que imaginé de unos labios carnosos y dulces, como de gominola de fresa.

Aquello no estaba allí por casualidad, pero no imaginaba quién me podría haber dejado ese mensaje tan excitante. Alventé las sábanas buscando una nota o un teléfono, pero no encontré nada. Revolví toda la estancia y desesperé en mi intento de encontrar lo que no existía.

Ya insomne, volví al salón y miré en la terraza a mis plantas sedientas. Abrí el grifo para llenar la regadera y cuando la levanté pude ver detrás de ella, una botella de bourbon con una servilleta de papel anudada a su cuello.

Ponía: Te busqué con mis ojos pero parecías ciego. Me voy a un viaje que me llevará lejos de ti hasta que las acacias pierdan sus hojas. Entonces será nuestro momento.

Creo saber quién escribió aquello. Ya en mi habitación, cogí el vaso y besé los labios de carmín.

Soñé contigo aquel mediodía de Julio esperando un otoño frío que desnudara las acacias cuanto antes.