LOS PRIMEROS OCHENTA.
Llamarse Anacleto no parece una buena manera de empezar la
vida pero peor sería nacer de nalgas sin
comadrona o superdotado y resolver algoritmos neperianos a la cándida edad de
los tres años. Así eran las cosas en algunos pueblos de La Mancha. El nombre
del ñarra no lo ponían los padres sino el padrino y ya sabemos que el santoral
es traicionero. Si a eso sumamos algunos cántaros de mala leche no es de
extrañar que abundaran los Serapios y Cástulos, Priscas y Demetrias que hacían
que el cura se descojonara en los bautizos, un tipo que se llamaba José por la
suerte que tuvo de nacer el 19 de Marzo, pero al que le habrían cascado un
Anatolio si la madre hubiera tardado en parirle un par de horas más.
Llegó a Madrid a los trece, esa edad en la que a los belfos
les prospera la pelusa y el bajo vientre culebrea en desazón desconocida. No
era buen estudiante, yo tampoco. Nos conocimos en unas clases de
recuperación después del horario lectivo
que eran obligatorias para aquellos que suspendíamos, unos por vagancia
demostrada, mi caso, o por desparrame mental, el caso de Anacleto. Era un tipo
conocido en el colegio. Se ganó el respeto de todos cuando los dos matones que
se mofaban de su nombre descubrieron que
de sus puños no brotaban violetas sino que repartía tabaco de liar en cuarterones
de gayas que no cesaron hasta que los capos ensangrentados le suplicaron
perdón. Me enseñó a boxear mi abuelo, me dijo un día en el recreo, con la
condición de que no me pelara jamás salvo que fuera inevitable. Entonces, hijo,
cuenta los golpes y no pares hasta que creas que son suficientes como para
llenar un carro.
Nos hicimos amigos a su manera, nada de correrías a cazar
pájaros con liga, hacer fumar a los murciélagos o dreas a pedradas con los de
la clase de al lado, que para eso ya tenía su propio grupo de salvajes. A mí me
requería para preguntarme sobre cosas mundanas, la pelusa labial, ungüentos para granos, su
desafección por las misas a las que nos obligaban los curas y sobre todo su
mala conciencia sobre el pecado. Solucioné sus primeras urgencias regalándole
una cuchilla para el matojo y recomendándole gayolas en desmesura para el
arrebato del garrote que tanto le martirizaba y al que no daba alivio por si
Dios le castigaba al fuego eterno. Si el Señor tiene en cuenta las manolas que
nos hacemos, no habría sitio en el infierno
para tanto pecador, le dije, y al parecer convencí
porque al día siguiente del consejo estaba más relajado. Decían los cuervos que la masturbación
producía ceguera y reblandecimiento del cerebro. Ceguera no, pero Anacleto, o
lo traía blando de serie o le perjudicó seriamente ya que de su cabeza no salía
una idea razonable.
Solucionado el tema de la excitación excesiva empezó a
hacer cosas temerarias como descolgarse de un quinto piso con una cuerda que a
duras penas aguantaba su peso o sortear los coches de la ciudad en una
bicicleta sin frenos. El miedo es la
causa de la mayoría de los accidentes, solía decir el muchacho que lo desafiaba
a diario. No recuerdo ningún percance grave, salvo magulladuras y cardenales
que mostraba con orgullo. Quiero morir fulminado por un meteorito, era su frase
favorita, aquella que dejó claro que era un temerario algo grillado.
No es que yo fuera un adelantado a mi tiempo pero ser el
menor de cuatro hermanos varones me daba una evidente ventaja frente a él que
era hijo único. Todavía recuerdo la fiesta de mi trece cumpleaños. Mis hermanos
mayores me acorralaron, bajaron pantalones, calzoncillos y al ver que andaba
escaso de cabellera se desabrocharon el botón del vaquero, metieron la mano y
tiraron con ganas dando un gritito de dolor. Juntaron el trofeo y me dieron el
manojillo de pelos en un acto solemne junto con un trozo de celo.
Cuélgate esto y déjalo ahí hasta que no se caiga por sí mismo, entonces ya
serás un hombre. En compensación por la vergüenza me regalaron la colección
completa de los Fabulous Furry Freak Brothers que todavía conservo como un
trofeo y un LP de Neil Young que desafortunadamente perdí, junto con los demás
de mi colección en una timba de póker recién estrenada la mayoría de edad.
La advertencia que me hizo mi padre de no darme dinero un
mes por cada suspenso en Junio me hizo replantearme la estrategia y empecé a estudiar
con ahínco. Ya estaba cerca de los quince, empezaba a ronear con las chicas, a gustarme las cañas más de la cuenta por lo que la idea de estar sin blanca me
pareció terrorífica. Aprobé raspadito pero Anacleto seguía perdido en su mundo
de fantasía. Quería ser marino, un tipo que la extensión de agua más grande que
había visto era el cauce del tajo a su paso por Toledo y encalomar chavalas fascinadas con su uniforme
blanco de capitán de buque. La realidad fue bien distinta.
Harto de los sucesivos cates y el nulo interés por los
estudios su padre no le matriculó y a los dieciséis le perdí la pista. Me había
convertido en la única persona que ponía un poco de orden en su alocada vida,
el tipo sosegado que le escuchaba y aconsejaba
pero al que nunca hacía caso. No entiendo muy bien por qué me escogió para ello
porque no era un dechado de virtudes: renqueaba en los estudios, me fascinaban
los comics y la música, cosas ridículas a su entender, algo tímido, enclenque y
según sus propias palabras, no le encajaba ser amigo de alguien que no tenía ni
media hostia.
Acabé Derecho a la provecta edad de los ventisiete con
mucha más pena que gloria. Diez años de carrera con un par de paradas de curso
completo para intentar ganarme el chusco en el mundo del cine donde conocí la
desesperación de la mayoría y la gloria de unos pocos que sin más talento que
otros dieron con la fortuna de una producción de éxito. No fui uno de ellos y
la ilusión chocó violentamente con la economía. Anduve de pasante cinco años en
un bufete explotador que me pagaba una miseria para un trabajo de doce horas
diarias y puse despacho propio con la esperanza de conseguir clientes y empezar
una nueva vida.
SEGUNDA DECADA DEL XXI.
El trabajo no llegaba, o llegaba en casos de poca monta y
de difícil cobro. Para aumentar ingresos
me apunté al turno de oficio. Me llamaron de noche para asistir a un detenido
en los juzgados de Plaza de Castilla, un chavalito de unos diecinueve con
numerosos antecedentes por trapicheo de hierba al que habían pillado con una
bolsa de medio kilo. Con lo que tenía detrás le iban a enrejar 5 años sin que
yo pudiera hacer nada. El madero me acompañó al calabozo y allí, en la
siniestra semioscuridad de las estancias me encontré con un hombre asustado que
sabía a lo que enfrentaba. Solicité una habitación para que me contara su rollo y
después de esposarle caminamos juntos a la sala que nos habían asignado. Casi
al final de la larga lista de celdas alguien dijo mi nombre.
- ¡Julito!, ¡eres Julio Serrano!
- Me volví sorprendido y vi a un tipo trajeado al que no
reconocí en ese primer vistazo.
- Si, lo soy, ¿pero quién eres tú?
- Anacleto Fuentes, de los Agustinos.
- ¡Coño, Anacleto, ¿qué haces aquí?
- Te lo contaré si aceptas ser mi abogado. Tengo con qué
pagarte.
En ese momento la curiosidad me pudo más que la cantidad.
- Acepto. Espera que acabe con este gurriato y hablamos.
No tardé mucho en despachar al camello. Me contó que esa
vez era un mero transportista, que no sabía lo que contenía el paquete pero no
tenía coartada posible. Intentaría negociar con el fiscal un trato favorable
pero le iba a caer un puro importante. Llamé al madero, le estreché la mano y
le advertí que nadie le creería, que si hubiera sido su primer trinque las
cosas serían diferentes. No quería que se hiciera falsas ilusiones.
Solicité que subieran a Anacleto y al cuarto de hora estaba
en la misma sala donde había estado con el trapiche. El cambio era radical.
Aquél muchacho desaliñado se había convertido en todo un dandy. Traje a medida,
zapatos ingleses, corbata de seda. Nos abrazamos, me despeinó ligeramente con
su manaza y cuando vi que se humedecían sus ojos le propuse que me contara de
qué iba aquello. Le habían pillado en Barajas con cinco papelinas de coca en su
neceser. Soy consumidor habitual, es para consumo propio, una para cada día laborable.
No tengo antecedentes y la cantidad no supera los tres gramos. No había tiempo
para mucho más. Le prometí que hablaría con el fiscal y haría una visita a la
secretaria del juzgado, amiga mía. La juez encargada del caso se apiadó de su
alma y al día siguiente estaba libre, eso sí, con la advertencia de que si volvía por allí no
habría indulgencia de ningún tipo.
Le esperé a la salida. Quería saber qué había sido de su
vida, el motivo de ese cambio de aspecto tan favorable, a qué se dedicaba y,
aunque me avergüenza decirlo, cobrarle la minuta, que estaba canino. Me invitó
a comer en un asador cercano. Después de sentarnos en la mesa me dijo: por
favor, no hables hasta que haya terminado. Luego podrás meter baza.
- Cuando mi padre me sacó del colegio me cabreé tanto que me
fui de casa. Anduve una semana dando tumbos hasta que la pasma me pilló. No
tuve una gran bienvenida. Una somanta de palos de mi padre y un castigo a no
salir en meses por parte de mi madre. Para más inri me colocaron de aprendiz en
un taller donde el dueño era capaz de arrancar las tuercas con los dientes.
Aunque el tipo era una bestia que no dudaba en arrojarte a la cabeza una llave
del 15 por cualquier retraso le cogí cierto aprecio al oficio. Cambiaba
aceites, filtros, correas. Meses más tarde me enseñaron los secretos de los
motores pero lo que más me gustaba era que podía mover los coches dentro y
fuera del taller. El día que cumplí los dieciocho me apunté a la autoescuela y
con cuatro perras que había ahorrado me compré mi primera tartana, un 124 con tantos kilómetros como ñapas le tuve hacer
para dejarlo presentable. Nunca fui un tipo miedoso, ya sabes, enseguida le
cogí el tranquillo y en pocos meses le
zurraba de lo lindo. Una noche bajaba por la cuesta de las perdices a todo gas
y la curva de puerta de hierro me escupió al quitamiedos. Decir siniestro total
es poco decir, aquello fue cómo si me hubieran desintegrado con un misil anti
tanques. Conmoción cerebral grave, fémur y las dos clavículas. Total dos meses
en La Paz y algunos más de rehabilitación. Cuando pude currelar, el puesto de
aprendiz estaba cubierto. En gratificación me dio una carta de recomendación
con una letra perruna que no pudo entender ni mi farmacéutico de cabecera.
Después de recorrer talleres por todo Madrid llegué a uno
que más parecía un quirófano: batas blanquísimas, herramientas relucientes,
limpieza absoluta. Se acercó el encargado, me miró a los ojos y me preguntó si
me gustaba la mecánica. Le contesté que si. Preguntó cosas básicas que sabría
responder cualquier novato y con voz seria me espetó. Para trabajar aquí hay
que venir duchado y afeitado, si quieres también masturbado. Lo poco que sabes
de mecánica no te sirve de nada. Aquí no reparamos coches, zagal, los
preparamos para competir en carreras. Tienes un mes de prueba pero te advierto que este año han pasado siete
antes que tú que no aguantaron ni quince días. Si te interesa ven mañana a las
siete en punto, ni un minuto más, y no cuentes las horas hasta la salida porque
dependiendo de las urgencias, algunos
días nos dan las doce de la noche. Salí tan acojonado que ni reparé en
preguntar el salario pero era lo único que tenía y no quería desaprovecharlo.
No sin dificultades pasé el primer mes de pruebas y me
ofrecieron el puesto de ayudante en pista los fines de semana. ¡Joder Julio!,
toda la semana currando como un cabrón y los fines de semana en el Jarama
limpiando parabrisas, amontonando ruedas gastadas y poniendo gasofa en los
bólidos, ningún otro contacto con los ingenieros que hurgaban motores y medían
los parámetros con ordenadores portátiles. Para mí, estar en un equipo,
defender los colores, emocionarme con los éxitos, era suficiente para sentirme
valorado, formar parte de un todo aunque fuera el último mono.
Normalmente las oportunidades surgen de las desgracias
ajenas, como si para tocar a más rancho sea necesaria la muerte de todo un
escuadrón, y eso sucedió. El jefe de mecánicos, el de las manos de oro, joven y
gallardo, incumplió la norma sagrada y se columpió a la hija del gran boss.
Nadie sabe cómo se enteró pero en mitad de una carrera de GT en Barcelona,
cuando nuestro Porsche se puso en cabeza por primera vez en el campeonato, el
adonis recibió una mano de hostias y una carta de despido fulminante. Entré
casi por escalafón a mecánico de box y así poder estar en la pomada, charlar
con los pilotos y poco a poco fui soltando mi ilusión por ser yo quien
condujera en las categorías inferiores.
Compré un copa turbo, lo amañamos
bastante y corría las primeras carreras de la mañana para, a continuación,
incorporarme a mi puesto en las grandes. Al tercer año gané el campeonato y mi
jefe sugirió que probara un Lamborghini que tuneábamos para un ricachón belga.
No lo debí hacer tan mal porque quedé a dos segundos del record del circuito en
mi sexta vuelta. Piloto de pruebas a los ventitrés y piloto oficial para
Mercedes a los venticinco en el DTM alemán, el olimpo de los novatos y el
cementerio de los que pilotaron en fórmula 1. Conseguí resultados, era muy
rápido y no me asustaba nada. En aquellos tiempos el dominio de Audi era
aplastante, nosotros y BMW estábamos de comparsas en mitad de la tabla por lo
que nos exigieron espectáculo para salir más en los medios, y vaya si di espectáculo.
Saqué a muchos de la pista, el equipo no ganaba para carrocerías pero era
rentable porque no había carrera donde tuviéramos detrás a las cámaras. A los
treinta hubo un reajuste presupuestario y no me renovaron. Conseguí una cita
con el gran capo de la firma y le solicité, en compensación, un concesionario
en Canarias. Quería sol y playa, titis y copas, recuperar en fin una juventud
que había perdido entre grasa y combustible, disciplina y locura. Me dieron a
elegir entre Gran Canaria o Tenerife y, con esa inconsciencia que tan buen
resultado me había dado hasta entonces le contesté: ¿Y por qué no las dos? La
carcajada que soltó se escuchó en todo Sturttgart pero no me amilané y le
contesté sonriendo:- con toda la pasta que le he hecho ganar en publicidad es
lo mínimo que debería hacer por mí -. El loco Fuentes, mi apodo en el
campeonato había osado toser a dios Berger. Se puso serio el cabronazo. No
sabía si simplemente me mandaría a tomar por saco o llamaría a los seguratas
para que me echaran a coces a la puñetera calle. Guardó silencio durante un
minuto tan largo como una novena y me contestó: Tienes huevos, Cleto, así me
llamaba, eres arrogante como una puta grulla y no sé si tomas anfetas o eres un
maricón inconsciente pero te daré lo que pides. No creas que va a ser fácil.
Hay condiciones. Empiezas con uno en el sitio que elijas. Tendrás que duplicar
en ventas al mejor de los concesionarios de Canarias desde el primer año al
tercero. Si fallas te quedas en el puerto dando de comer a las malditas
gaviotas. Si ganas, te daré el segundo Si gano yo, algo de lo que estoy seguro,
busca una buena iglesia donde pedir porque me encargaré de que no te den
trabajo en el mundo del motor. Me había salido con la mía pero no había
calculado el riesgo. Contaba con un par de millones de euros que había
ahorrado, no porque no tuviera donde gastarlo, sino porque no tuve tiempo de
hacerlo.
Llegué a Gran Canaria, busqué terrenos, constructores,
decoradores y mecánicos. No era problema eso, pero sí el equipo de ventas.
Tenía que ser diferente, revolucionario. Empecé con una alemana de ventipocos,
guapa a rabiar y suelta de costumbres. Le entregué un descapotable con una misión: recorrer
playas y hoteles de lujo, ligar sin comprometer el negocio y unas comisiones que
ya querría el más veterano de toda Europa. Volúmen aunque perdiera un zurrón de
pasta en la primera etapa. Yo me encargaba de organizar convenciones , visitar
asociaciones de taxistas, flotas de alquiler, cerrar discotecas para que los
extranjeros forrados se mamaran como cerdos a mi costa y ofrecer descuentos descabellados. Para el
público femenino me agencié a un jeta que trabajaba de gigoló, ese tipo de
persona sin escrúpulos, firme y perfumado,
antiséptico diría yo, que cuando miraba a las mujeres veían en sus ojos verdes la fragancia
lisérgica de una pradera donde retozar y cuando llegaban a la cama, ese lugar
cercano al cielo que es el paraíso carnal. Firmó un contrato con dedicación
exclusiva por el día y le permití que las noches las dedicara a atender a su
clientela. Para las cuentas, un prejubilado de banca que se libró del trullo por
descuidos en los fondos de algunos clientes
cuando deslizó en el correo del jerifalte documentación que
demostraba operaciones de blanqueo en la
cúpula y no dudaría en entregar al Banco
de España. Un genio de la ingeniería financiera y pilar fundamental de mi éxito.
No sólo dupliqué ventas al segundo de la zona sino que
algunos tuvieron que cerrar. Muchas quejas a la dirección por competencia
desleal y amenazas de muerte que por fortuna resultaron salvas de fogueo. En
2007 ya tenía 6 concesionarios, los dos de Canarias uno en Barcelona y otros
tres en Madrid, la releche, tío. Lo que sucedió después ya lo sabes, una
hecatombe similar a la de Fukushima. No termino de creer que todo fuera culpa
del gobierno, o al menos que la estulticia y la negación de lo evidente
influyera tanto en el desastre. Lo de verdad
catastrófico para las empresas fue que los bancos cortaron la financiación
sin avisar, sin explicaciones, de manera súbita y letal. Nos adularon con
créditos innecesarios, líneas de descuento desaforadas, ya nadie usaba
efectivo, sólo papel. Vivíamos en un mundo irreal amparados por organizaciones
que suponíamos solventes y que a la postre estaban hasta el cuello de fallidos.
En vez de purgar a los deudores sin grandes posibilidades de pago y modificar a
la baja, poco a poco, a los que tenían balances saneados, cortaron el grifo a
todo dios y se cargaron el sistema de las pymes. Deberían haber extirpado de
raíz a los que tenían tumores en estado terminal y hacer cirugía menor a
aquellos que padecíamos de humildes almorranas, pero no. Sin créditos,
factoring, descuentos de pagarés y toda la mandanga que se inventaron dejaron
sin oxígeno al rio y se murieron los peces, todos menos aquellos que por
interés espurio no podían ser dejados en la estacada, si, Julio, rescataron a
los que provocaron el desastre.
Tiempos duros, mucha presión, despidos, cierres,
indemnizaciones, una locura. Fue en aquellos tiempos cuando probé la farlopa
por vez primera. No necesita flipar sino un extra de energía, algo de lucidez
que iluminara la autopista o también, por qué no, un analgésico para tanto
dolor acumulado. No era la panacea pero sí una liana para atravesar la selva en
que había convertido mi vida. Controlé y controlo el consumo. Nunca más de
medio gramo diario, sólo para momentos de máxima urgencia en el trabajo y nunca
para la diversión. Incluso muchos días ni la uso. Después de la purga he
logrado salvar una concesión en Madrid y el primero de Canarias, el de mi
lanzamiento al estrellato y que me ha permitido guardar algunos muebles. Así
paso mi vida. Una semana en el foro y otra en las islas esperando que todo
mejore con la vista puesta en conseguir unos fajos que alivien mi jubilación a
la que he puesto fecha. No más tarde de los sesenta y dos, poco tiempo que pasa
como un tornado y me obliga a reinventarme todos los días. Creo que eso es
todo.
Era un discurso convincente. Sorbí un trago de Ribera y por
unos momentos no supe qué decir.
- Al menos conservas tu ropa de pijo. Seguro que cada traje
que vistes cuesta más de lo que puedo gastar en un mes.
- La ropa buena dura una eternidad, este que llevo puesto
tiene casi una década, dijo, y soltó una sonora carcajada. Ahora toca que me
hables de ti.
- Mi historia es mucho más simple. Derecho a trompicones,
explotado cinco años y el resto, casos de poca monta. Lo gordo se lo llevan los
grandes bufetes y mi clientela es casi de iguala de practicante. Gente que
confía en mí porque me lo curro y nunca les dejo en la estacada. Cogérsela con
papel de fumar no es rentable en este oficio y no tengo arrestos para timar al
personal, y así me va. Con todo, no me considero un mal abogado, ¿Sabes por
qué?
- Tu dirás.
- Tener tiempo libre me permite estudiar los casos más en
profundidad que la mayoría de mis colegas. Incluso hay jueces que me
recomiendan opositar a la carrera judicial pero chico, si me costó una huevada
terminar quinto, cómo cojones piensan que sería capaz de estudiar la maraña de
hojas que tiene el temario. Too old for Rock´n Roll.
- Necesito contar con alguien de confianza para asuntos que
no han prescrito, sobre todo deudas de empresas que aparentemente quebraron
pero aprovecharon el caos para despedir
a mansalva y seguir con una estructura mínima. Si pruebas que hubo alzamiento
de bienes y la peña sigue teniendo viruta, que la tienen, te aseguro un treinta
por ciento de lo recuperado.
- No soy experto en trapicheos pero te prometo estudiarlo. Si
me pasas un par de expedientes te diré algo en menos de una semana. Sólo una
cosa. No quiero tratos con tu departamento de administración. Lo que tenga que
hablar, lo haré contigo, ¿de acuerdo?
- Claro y meridiano. Por cierto, ¿Cuánto te debo?
- Lo dejo a tu criterio. Te lo haría gratis pero no estoy
boyante.
- Ahora tengo que coger un vuelo. No ha sido un placer
encontrarte en esas circunstancias pero me has salvado la vida. Esta comida
será el comienzo de una amistad que nunca debió de haberse pospuesto. Si me
permites, tengo que ir al baño.
Volvió a los pocos minutos con un sobre, me lo entregó y
tras ponerme la mano en el hombro dijo:
- En un par de días te mandaré algo de información. Lo
estudias y si te convence empiezas cuánto antes. Ahora tengo que dejarte. Ha
sido un verdadero placer, amigo. Por cierto, ve al gimnasio que sigues sin
tener media hostia.
- ¿Sigues con las pajas o te has casado?
- Separado, con dos hijas que viven con la madre, ¿y tú?
- Divorciado, sin hijos. Creyó que se casaba con un proyecto
de burgués y todo quedó en puto proletariado. Quería chaneles y un coche de los
que vendes pero no pasó de Zara y un clio de segunda mano. Eso sí, aguantó casi
cinco años antes de cambiarme por un carroza millonario cargado de hijos que
supongo no le tienen demasiada estima. No me gustaría estar en su pellejo, la
verdad.
- Dame un abrazo, Julio. Espero tus noticias.
Desde la ventana le vi
coger un taxi. Abrí el sobre y me encontré con tres billetes de 500 y una nota
que decía: Esto es la continuación de una vieja amistad y el comienzo de una
próspera relación profesional.
(To be continued)