Llevaba varios días escribiendo sobre una forma de vida por la que he optado y que me está dando buenos resultados. La llamo la teoría de la simplificación y es algo tan sencillo como subrayar un libro, separar la paja del grano, o si se prefiere, pelar la pava sólo con aquellas que tenga posibilidades de llevarme al huerto. Esta misma tarde estaba terminando de darle forma y lo imprimí para verlo escrito. En eso estaba cuando pasó mi sobrino Vicentito, miró el papel y me dijo.
- Tío, ¿Puedo leer eso que estás escribiendo?
- Claro, Vicentito.
- La sim-pli-fi-ca cion. ¿Qué es la simplifi-cación?
- Un método que uso para que las cosas sean más sencillas.
- Pues si para explicar lo que es sencillo necesitas 5 hojas, Cuántas necesitas para explicar cosas difíciles?
El cabrito del renacuajo me acabada de fastidiar una semana de esforzado trabajo con el que pretendía, desde mi turbia mente, resumir los males del mundo reduciéndolos a la anécdota. La cosa iba de malmeter a los periodistas con pluma fina pero opinión vendida, rebatir teorías conspirativas, e incluso una entrevista falsa con Al Gore, que caía en mi trampa y reconocía que, después de todo, el primer malandrín era él por contaminar más que mil de sus congéneres. Tengo que rescatar de la papelera un trozo de dicha interview que dice:
- Mr. Al Gore. ¿Sabe Vd, algún idioma, además del Inglés?
- Yes, No. I mean, un poquito españolo. Busqué traducción mi nombre en buscador de casa blanca, Whity buscador, you know, y puse Al Gore y no salir nada. Then puse Al y salió Al "Capone": mafioso. Luego, puse Gore y salió truculento, por lo que mio nombre en españolo es "mafioso truculento" No saber qué es pero suena muy funny, chistoso.
- Pues se lo podría traducir en nombres y apellidos, pero mejor lo dejamos por hoy.
¿Qué hacer cuándo determinada televisión te produce gases? Dejar la tele flatulenta. ¿Si alguien quiere arruinarme el día con chismorreos y malas intenciones? Le despido con una sonrisa y un amable “vete a tomar por saco” que a sus oídos suene como si le estuviera instigando a retozar con una rubia con dos pechos disparatados.
Ahora sé que aprendo más tomando un café con un viejo que con dos meses en la universidad, que lo superfluo no me llena, que prefiero un vino magnifico al mes que treinta malos y que la calidad es mucho más importante que la cantidad, incluso para el amor.
Resumiendo mi teoría, en esas reuniones donde la discusión alcanza un tono furibundo recurro al mismo argumento. Callar y si me preguntan, respondo lacónicamente: No puedo opinar, porque no conozco el asunto a fondo. Recuerdo que me invitaron a esa reunión pero no pude ir porque tenía la agenda muy apretada.
Entretanto, solo deciros que no deseo ferraris ni chalés, que los lujos dejan de serlo cuando se convierten en algo cotidiano y que soy bastante feliz, así simplificando mi vida. Aurrevoire
PD. Las cinco páginas no irán a la papelera. Me esforzaré un poco y haré un libro de autoayuda para forrarme un poco y comprarme un Porsche que me mola, ¡Nos ha jodido!
sábado, 24 de noviembre de 2007
lunes, 19 de noviembre de 2007
Y LOS BURROS BAILABAN..
Aquel Viernes llegué de madrugada a uno de esos pueblos donde la taberna olía a pólvora de escopeta y plumas muertas de torcaz, chatos de vino de pellejo y al as de oros de la baraja macerada en saliva y anís, había que morderlo para cerciorarse de que no era falso.
Alquilé una habitación en un hotelito rural que fue en tiempos un antiguo molino de trigo. La gran muela redonda había abandonado el trabajo de pulverizar aquellos granos tan gordos que atragantaban a los jilgueros y se había convertido en una mesa de varios quintales, de superficie tan irregular que cualquier atavío de vajilla que se dispusiera en ella parecería la instantánea de una procesión de cojos.
Subí a la habitación y antes de acostarme abrí el balcón y me quedé mirando a una luna llena pequeña, muy brillante. Me recordó viejos tiempos, cuando vivía en aquel otro lugar del que salí para jamás volver. Aquellos anocheceres de charcas y ranas, de mis primeras cervezas a la espera de un beso fugaz que necesitaba como el comer.
Salió mi querida y me preguntó qué miraba y me puso sobre los hombros una manta porque la noche helada de aquel páramo estaba a punto de coagularme las lágrimas que empezaban a caerme.
- ¿En qué piensas?
- Todo me recuerda a mi juventud. Al horno de pan que asaba corderos los domingos, a los ostias que robábamos al cura y a las castañas asadas de la plaza. A los niños gitanos que iban descalzos y comían mendrugos con las naranjas que quedaban del mercado de los Jueves. Si, esos niños que con sus varas de avellano y los calzoncillos sucios por montura amaestraban a los asnos que les descabalgaban por las orejas. Así muchas noches de doma y cardenales, hasta que los burros bailaban.
- ¿Qué miras tan fíjamente?
- Esa luna chiquita y deslumbrante. No se necesita una luna grande para que sea hermosa, ¿Verdad?
- Claro que no, cariño, pero eso no es la luna.
- Allí, enfrente, entre esos árboles, ¿Acaso no la ves?
- Si, la veo, pero es el reloj de la iglesia.
Y sonó la una repetida tres veces. Era hora de acostarse y pensar en volver al oculista.
Alquilé una habitación en un hotelito rural que fue en tiempos un antiguo molino de trigo. La gran muela redonda había abandonado el trabajo de pulverizar aquellos granos tan gordos que atragantaban a los jilgueros y se había convertido en una mesa de varios quintales, de superficie tan irregular que cualquier atavío de vajilla que se dispusiera en ella parecería la instantánea de una procesión de cojos.
Subí a la habitación y antes de acostarme abrí el balcón y me quedé mirando a una luna llena pequeña, muy brillante. Me recordó viejos tiempos, cuando vivía en aquel otro lugar del que salí para jamás volver. Aquellos anocheceres de charcas y ranas, de mis primeras cervezas a la espera de un beso fugaz que necesitaba como el comer.
Salió mi querida y me preguntó qué miraba y me puso sobre los hombros una manta porque la noche helada de aquel páramo estaba a punto de coagularme las lágrimas que empezaban a caerme.
- ¿En qué piensas?
- Todo me recuerda a mi juventud. Al horno de pan que asaba corderos los domingos, a los ostias que robábamos al cura y a las castañas asadas de la plaza. A los niños gitanos que iban descalzos y comían mendrugos con las naranjas que quedaban del mercado de los Jueves. Si, esos niños que con sus varas de avellano y los calzoncillos sucios por montura amaestraban a los asnos que les descabalgaban por las orejas. Así muchas noches de doma y cardenales, hasta que los burros bailaban.
- ¿Qué miras tan fíjamente?
- Esa luna chiquita y deslumbrante. No se necesita una luna grande para que sea hermosa, ¿Verdad?
- Claro que no, cariño, pero eso no es la luna.
- Allí, enfrente, entre esos árboles, ¿Acaso no la ves?
- Si, la veo, pero es el reloj de la iglesia.
Y sonó la una repetida tres veces. Era hora de acostarse y pensar en volver al oculista.
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jueves, 15 de noviembre de 2007
EL HIPNOTIZADOR
En una sala de fiestas, el hipnotizador pedía voluntarios para demostrar que podía penetrar en la mente de los hombres y cambiarla a su capricho. Según sus palabras, cualquiera que estuviera bajo su influjo mágico, perdería su voluntad y sería su esclavo mientras durara el espectáculo.
Antes de ir, me había informado en la Wikipedia y sabía que era imposible hipnotizar a quien no quisiera, por lo tanto, yo era la persona indicada para salir a escena y arruinar el espectáculo de “Simón Gaitas” el sofrólogo más poderoso del mundo.
A mí, la palabra sofrólogo, de esdrújula fonética y vocales neumáticas, quizás debido al hambre, se me asemejaba a un plato combinado donde las oes en forma de albóngidas se acompañaban del bacon frito de la s, las patatas de la f, la salchicha de la l y la chuletilla de la g. También me recordaba a otras similares como tocólogo o proctólogo, ambas de gran poder curativo pero en la medida de posible, a evitar. Sin embargo, mis conocimientos del tema y la ausencia de dolor del método aplicado, hacían que nada me inquietara y me apresté a levantar la mano y acudí al escenario sonriente, tal vez desafiante.
Después de las preguntas de rigor donde mentí como un malandrín sobre mi nombre, edad y profesión, tomó un colgante con una piedra roja parecida a un rubí y lo puso delante de mis ojos instándome a mirarlo fijamente. Comenzó a hablar con voz grave de tenor tuberculoso intentando desviar mi atención a su estúpida charla y acercó el medallón hasta que de un amuleto, surgieron misteriosamente dos. La proximidad del objeto y mi tendencia a bizquear me jugaron una mala pasada porque iba preparado para soportar la imagen subyugadora de un solo talismán. Empezaba a notar somnolencia pero debía resistir, estilo requeté, costara lo que costara.
- Te pesa la cabeza, se te cierran los ojos, quieres dormir plácidamente..
- ¡Que no, leñe! Que no me pesa nada. Si se me cierran los ojos es porque veo que me vas a saltar uno con la gaita que me has puesto delante.
Escuchaba a la gente reir a carcajadas, especialmente a mi amigo Eufronio que estaba en primera fila detrás de una montaña de huesos de aceituna.
- Todo te parece oscuro, todo da vueltas, cuando chasque los dedos caerás en un sueño muy profundo……. ¡Chas!
- ¡ Como no me hagas una tortilla de valium! Jeje.
El público se mofaba y Simón empezaba a estar muy enfadado. Quitó el amuleto, me cogió la cabeza con sus manos, como si estuviera catando un melón y conjuró: ¿Quo usque tandem abutere gilipuertas patientia mea?
No entendí el mensaje pero por la entonación colérica, me pareció clavadito a Cicerón.
El resultado fue fulminante. A partir de ahí no recuerdo nada, pero según me contó Eufro, hice un ridículo espantoso. Me proyectó en la mente la imagen desnuda de una bella modelo y me colocó de perfil con los patalones bajados para que se viera mi erección, me hizo graznar como una urraca, aullé como un lobo en celo, imité con gran profesionalidad a Marujita Díaz haciendo ojillos y me despidió dándome una orden al oído, que cumpliría después de despertar.
De aquella experiencia apenas recuerdo algo. Solo tengo clara una cosa, la hipnosis no es tan eficaz como se supone. Por las noches se me proyecta la imagen voluptuosa de la modelo en cueros y no la necesito para elevar mi espíritu, por lo que he incorporado otra palabra esdrújula y ovoide a mi vocabulario: monólogo, más exactamente, manólogo, diría yo.
Ah y un pequeño inconveniente. Cuando cruzo un semáforo cacareo como una gallina clueca, muevo los brazos como si bailara los pajaritos y picoteo a los viandantes que huyen despavoridos. Debe ser que me faltan vitaminas.
Antes de ir, me había informado en la Wikipedia y sabía que era imposible hipnotizar a quien no quisiera, por lo tanto, yo era la persona indicada para salir a escena y arruinar el espectáculo de “Simón Gaitas” el sofrólogo más poderoso del mundo.
A mí, la palabra sofrólogo, de esdrújula fonética y vocales neumáticas, quizás debido al hambre, se me asemejaba a un plato combinado donde las oes en forma de albóngidas se acompañaban del bacon frito de la s, las patatas de la f, la salchicha de la l y la chuletilla de la g. También me recordaba a otras similares como tocólogo o proctólogo, ambas de gran poder curativo pero en la medida de posible, a evitar. Sin embargo, mis conocimientos del tema y la ausencia de dolor del método aplicado, hacían que nada me inquietara y me apresté a levantar la mano y acudí al escenario sonriente, tal vez desafiante.
Después de las preguntas de rigor donde mentí como un malandrín sobre mi nombre, edad y profesión, tomó un colgante con una piedra roja parecida a un rubí y lo puso delante de mis ojos instándome a mirarlo fijamente. Comenzó a hablar con voz grave de tenor tuberculoso intentando desviar mi atención a su estúpida charla y acercó el medallón hasta que de un amuleto, surgieron misteriosamente dos. La proximidad del objeto y mi tendencia a bizquear me jugaron una mala pasada porque iba preparado para soportar la imagen subyugadora de un solo talismán. Empezaba a notar somnolencia pero debía resistir, estilo requeté, costara lo que costara.
- Te pesa la cabeza, se te cierran los ojos, quieres dormir plácidamente..
- ¡Que no, leñe! Que no me pesa nada. Si se me cierran los ojos es porque veo que me vas a saltar uno con la gaita que me has puesto delante.
Escuchaba a la gente reir a carcajadas, especialmente a mi amigo Eufronio que estaba en primera fila detrás de una montaña de huesos de aceituna.
- Todo te parece oscuro, todo da vueltas, cuando chasque los dedos caerás en un sueño muy profundo……. ¡Chas!
- ¡ Como no me hagas una tortilla de valium! Jeje.
El público se mofaba y Simón empezaba a estar muy enfadado. Quitó el amuleto, me cogió la cabeza con sus manos, como si estuviera catando un melón y conjuró: ¿Quo usque tandem abutere gilipuertas patientia mea?
No entendí el mensaje pero por la entonación colérica, me pareció clavadito a Cicerón.
El resultado fue fulminante. A partir de ahí no recuerdo nada, pero según me contó Eufro, hice un ridículo espantoso. Me proyectó en la mente la imagen desnuda de una bella modelo y me colocó de perfil con los patalones bajados para que se viera mi erección, me hizo graznar como una urraca, aullé como un lobo en celo, imité con gran profesionalidad a Marujita Díaz haciendo ojillos y me despidió dándome una orden al oído, que cumpliría después de despertar.
De aquella experiencia apenas recuerdo algo. Solo tengo clara una cosa, la hipnosis no es tan eficaz como se supone. Por las noches se me proyecta la imagen voluptuosa de la modelo en cueros y no la necesito para elevar mi espíritu, por lo que he incorporado otra palabra esdrújula y ovoide a mi vocabulario: monólogo, más exactamente, manólogo, diría yo.
Ah y un pequeño inconveniente. Cuando cruzo un semáforo cacareo como una gallina clueca, muevo los brazos como si bailara los pajaritos y picoteo a los viandantes que huyen despavoridos. Debe ser que me faltan vitaminas.
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