lunes, 19 de noviembre de 2007

Y LOS BURROS BAILABAN..

Aquel Viernes llegué de madrugada a uno de esos pueblos donde la taberna olía a pólvora de escopeta y plumas muertas de torcaz, chatos de vino de pellejo y al as de oros de la baraja macerada en saliva y anís, había que morderlo para cerciorarse de que no era falso.

Alquilé una habitación en un hotelito rural que fue en tiempos un antiguo molino de trigo. La gran muela redonda había abandonado el trabajo de pulverizar aquellos granos tan gordos que atragantaban a los jilgueros y se había convertido en una mesa de varios quintales, de superficie tan irregular que cualquier atavío de vajilla que se dispusiera en ella parecería la instantánea de una procesión de cojos.

Subí a la habitación y antes de acostarme abrí el balcón y me quedé mirando a una luna llena pequeña, muy brillante. Me recordó viejos tiempos, cuando vivía en aquel otro lugar del que salí para jamás volver. Aquellos anocheceres de charcas y ranas, de mis primeras cervezas a la espera de un beso fugaz que necesitaba como el comer.

Salió mi querida y me preguntó qué miraba y me puso sobre los hombros una manta porque la noche helada de aquel páramo estaba a punto de coagularme las lágrimas que empezaban a caerme.

- ¿En qué piensas?
- Todo me recuerda a mi juventud. Al horno de pan que asaba corderos los domingos, a los ostias que robábamos al cura y a las castañas asadas de la plaza. A los niños gitanos que iban descalzos y comían mendrugos con las naranjas que quedaban del mercado de los Jueves. Si, esos niños que con sus varas de avellano y los calzoncillos sucios por montura amaestraban a los asnos que les descabalgaban por las orejas. Así muchas noches de doma y cardenales, hasta que los burros bailaban.

- ¿Qué miras tan fíjamente?
- Esa luna chiquita y deslumbrante. No se necesita una luna grande para que sea hermosa, ¿Verdad?
- Claro que no, cariño, pero eso no es la luna.
- Allí, enfrente, entre esos árboles, ¿Acaso no la ves?
- Si, la veo, pero es el reloj de la iglesia.

Y sonó la una repetida tres veces. Era hora de acostarse y pensar en volver al oculista.

8 comentarios:

Unknown dijo...

Siempre se vuelve aunque sea en otro suelo. Y qué bien conozco la sensación en el balcón.
Me pasa como a tu cegato, que a veces añoro intensamente los lugares de los que huí asqueado.

Por cierto, que termino tan hermoso y tan injustamente tratado el de "querida".

Un abrazo.

EL INSTIGADOR dijo...

Batanero, tengo una memoria tan mala que olvido lo terrible con la misma facilidad que lo excelente, pero queda un poso que se levanta sin avisar y te deja inerme ante tus emociones.

Si, querida está un poco degradado, pero ella sabe que lo es.

Un fuerte abrazo.

Unknown dijo...

Claro que lo sabrá. Las queridas son las primeras en saberlo...

Tras el queso y el vino, saco unas castañas del microondas y las pelo en honor a tus recuerdos

Va por ti compañero.

¡Salud!

Anónimo dijo...

Que relato tan bonito y tan lleno de añoranzas.

Carmen dijo...

Pues a mi la palabra "querida" me evoca un salto de cama transparente con plumas de marabú. Todo lo demás, en cambio me lleva al pueblo de mi madre; a la ristra de jeringos ensartados en una rama de junco y al olor de la leche hirviendo saliéndose del cazo.
Por lo demás, yo también veo lunas, nubes y demás fenómenos, cada vez que me quito las lentillas, porque como decía un antiguo compañero de trabajo, veo menos que "un topo echao en lejía".

Saludos de una cegata.

EL INSTIGADOR dijo...

Esos olores maravillosos, pero recuerda también el olor a gorrino y otras exquisiteces olfativas. He llamado a la academia y jeringo no les viene ni con j ni con g. ¿Que coño es un jeringo?

Un saludo

Unknown dijo...

Los jeringos son churros, que por los madriles son porras y en Sevilla calentitos. También hay quien los llama tejeringos...

Una imagen que tengo grabada del pueblo cuando dices lo de las exquisiteces olfativas son las cagarrutas de las cabras después de haber pasado un rebaño por las calles de vuelta a la casa del cabrero, sembrándolas de cientos de bolitas negras que irremediablemente terminaban pegadas a las suelas de los zapatos... o la peste de los establos donde me mandaba mi madre con una cantarita metálica a comprar la leche; como para que no me diera asco tomármela después...

maría mariuki dijo...

Nostálgico y divertido.