EL INSTIGADOR
La muerte de Francisco Umbral ha dejado dos huecos en mi vida. Uno en la estantería porque un libro suyo ha pasado a mi mesilla donde se encuentran los libros importantes y otro en el periódico EL MUNDO donde escribía su columna que tantos placeres y algunos sinsabores me proporcionaba.
Mal asunto para Pedro J. este de sustituir a un consagrado por otro que sepa mezclar con acierto, la prosa de un gran escritor y la puntería de opinar a diario sobre los acontecimientos cotidianos. Para ello ha invitado a una serie de periodistas y columnistas que, desde su criterio, puedan ocupar algún día el espacio que Paco dejó. Algo así como un concurso-oposición donde los plumillas desenvuelven su mejor literatura y dan su particular visión de los aconteceres diarios en el privilegiado espacio de la última página, que para mi es siempre la primera.
Son 100 los invitados a concursar por el puesto y como podéis imaginar no soy uno de los candidatos, pero eso no tiene importancia. Yo tengo mi propia publicación y me invito con el número 101 para que no haya sospecha que me considero alguien capaz de afrontar semejante reto.
Mi única razón para cometer tal atropello reside en algunas conversaciones que mantengo con lectores de mi blog que me piden un cambio de estilo y que “me moje”, vertiendo mis opiniones que ellos consideran acertadas y que para mí son reflexiones de bar poco fundamentadas pero, quizás, bien contadas. Algo así como el periodismo de ahora que, salvo excepciones, no basa la noticia en un estudio previo que la otorgue credibilidad sino que la criba en un cedazo donde sólo se caen los guijarros que les molestan y quedan expuestos a la luz de la pretendida veracidad, aquellos que satisfacen a su amado patrón. Eso que se llama la línea editorial del periódico.
Después de varios lustros leyendo prensa a diario, he de reconocer que evito la información que proporcionan más del cincuenta por ciento de los columnistas habituales, tanto de la zurda como de la diestra y leo con recelo de conejo a otros tantos que deslizan algunas zanahorias envenenadas de vez en cuando.
Así las cosas, aunque gasto de largo en publicaciones, mi lectura es cada vez más breve. Almaceno periódicos que semanalmente descargo en el contenedor de reciclados, no sólo con la intención de devolverles una vida nueva, sino esperando que en la barriga oscura del depósito azul se produzca una fermentación que depure, además de la celulosa, la insidiosa información de aquellos periodistas consagrados por una prosa hábil pero alejada de la noticia sin contaminantes partidistas.
Hace poco que escribo, en Abril hará un año y aunque soy un flojeras inconstante, he encontrado una afición deliciosa que me permite mezclar fantasías obsesivas con realidades abrumadoras en un ejercicio tan beneficioso para mi alma como si del mejor confesionario se tratara, eso si, sin la atosigante obligatoriedad del sacramento divino ni la penitencia culposa del que junta palabras como forma de sustento.
Obligado por la causa de no mostrar mis cartas y poder caer, de esa manera, en mis propios partidismos, he elegido el relato inventado como forma de comunicación con el exclusivo propósito de entretener. Se que hay algunos que no entienden mi postura de no exteriorizar mis opiniones y sentimientos con el fin de conseguir, tal vez, un aumento de la clientela, pero me conformo con lo que tengo. Una palabra de aliento es suficiente para halagar mi vanidad y comprender que el ejercicio de escribir a fondo perdido es más gratificante que hacerlo bajo la turbia mirada estrábica de un patrón que mire en el mismo acto, la prosa desajustada de un novato y las teclas de una caja registradora que suena como el Money de Pink Floyd cada vez que se publica un escrito amañado, en el que la autocensura democrática es tan peligrosa como la anterior, pero eso si, alabada por nuestra bendita constitución.
No te molestes, Pedro J. Mañana publicas el 96 y ya te queda poco para decidirte, pero no cuentes conmigo. Prefiero a mis escasos fieles lectores que escribir mis devaneos en tu púlpito catedralicio. Eso sí, de los 100, solo merecen el puesto una docena, el resto, caca de la vaca.