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jueves, 8 de enero de 2009

COSMÉTICA MASCULINA


Algunos años atrás, no muchos, parece ser que alguien notó que la piel de mi rostro estaba algo seca y pequeñas arrugas surcaban mi frente. Ante tanta insistencia, después del afeitado, puse sobre mi cara en una dosis mínima que no valdría para el entrecejo de una mujer, mi primera hidratante. Fue visto y no visto. Algo del interior succionó el ungüento y no sé si más hidratado, pero si más brillante, salí a la calle. Al día siguiente noté que mi aspecto no había variado y por mor del amor, me apliqué otra capa, esta vez más generosa que tardó bastante más en absorberse. Hasta mi madre habló de la mejora, la diferente textura, la reducción milagrosa de las líneas horizontales que cruzaban mi frente como guías para el encaje de una boina a rosca. Yo, inconstante, abandoné la terapia ante las protestas de las mías y de mi cara seca surgió la mueca, el pellejo y los surcos que dejaron el frontal preparado para la siembra.

Probé de nuevo con la misma crema, pero no funcionó. Sin duda necesitaba algo más fuerte. Me recomendaron una anti-edad con huevinol, un componente milagroso extraído de los cojones del ñu y en poco tiempo recuperé el tono y de mi frente, las arrugas parecían haberse borrado con goma de nata milán.

Después de una noche de bureo, algo de mandanga y un gatillazo histórico, me levanté zombi. Al mirarme al espejo, intuí, que no vi dado mi estado, que debajo de los ojos sobresalían dos zurrones de aspecto tumefacto, violeta tornasolado, que daban la impresión de que me habían moldeado el rostro con un puño americano. Consultada la experta, me recomendó un lapicero con efecto polar que si bien no quitó la inflamación, modificó el color hasta tener el dorado aspecto de las mollejas a la parrilla. Cambié de vida pero no de amigos y sistemáticamente, cada vez que daba a mi cuerpo macarena, necesitaba retocar mis ojeras con las mismas pinceladas que utilizó Velázquez para pintar las meninas.

De ahí pasé a los párpados que necesitaban un persianista que les arreglara la cuerda porque aquello no subía del todo. Más tarde me hice adicto al colágeno, y uso retinol para la papada que tiende a descolgarse como un geo haciendo rapel. Ya tengo más potingues que mi mujer y tardo en aviarme por las mañanas el mismo tiempo que Sara Montiel, o más, que ella usa espátula.

Hace unos días, alguien me preguntó la edad y, yo coqueto le respondí que cuántos me echaba. Ytantos, me dijo. Coño, me acertó de lleno.

No se si el tipo era miope, tonto o lo hizo por joderme. Pero si actuó de buena fe, yo me pregunto. ¿Quién me mandaría a mí empezar a utilizar cosmética masculina? Lo que queda claro es que, si tu cara no es como el desierto del Gobi, no empieces. Son más peligrosas que las drogas, necesitas cada vez más, de mayor precio y no hay clínicas de desintoxicación.

PD. Si a alguien le han regalado alguna de biotherm o clinique y no piensa usarlas, ruego me las done, que estoy bajo mínimos y con la cuesta solo me da para las de mercadona, y esas ya no me hacen efecto.

jueves, 10 de enero de 2008

SOÑÉ CONTIGO AQUEL MEDIODÍA DE JULIO

El último se marchó bien entrada la mañana. Lo sé porque la terraza era una chicharrera y los geranios me suplicaron agua con un lloriqueo silencioso y una huelga de ramas vencidas.

Me puse a recoger el desaguisado empezando por el salón donde se amontonaban botellas a medias, platos con canapés cuadrados de aristas bronceadas, discos de funky, ceniceros llenos de colillas que en mi alterado estado me parecieron abortos de anaconda, copas de martini sin aceituna y decenas de latas vacías que daban a la estancia el aspecto de un campo de batalla donde los generales hubieran disfrutado de la lucha mandando a los soldados metálicos a morir por saciar su sed de diversión.


Mis amigos tomaron mi casa como si fuera suya sin serlo, de aquella manera en que la confianza te permite sentir como en la propia, sin la obligación posterior de tapizar de nuevo las sillas blancas en su renovado estampado color rioja ni avisar al fontanero para desatascar la pila pletórica de rajas de limón, patatas fritas en inmersión y hasta unas perlas falsas de algún collar chino que no soportó la cariñosa acometida de un varón intentando en su valentía escocesa, de malta, robar un achuchón a la chica que descargaba vasos sucios.

Definitivamente, había sido una gran fiesta. Mis amigos salieron contentos, muy contentos, y la vecina británica que tanto se quejaba del volumen de la música, se incorporó al festejo sin refajo y disfrutó viendo que su inalterable vida podía convertirse, por una noche, en un festival audiovisual en el que se desmadró bebiendo rones morenos a palo seco, bailando con corderos que le parecieron cabritos porque no le salió plan y sudando la blusa concisa anudada por el ombligo que dejaba entrever en su generoso escote, un par de peras de casi dos libras por fruto, que se mantenían más firmes que su dueña a medida que avanzaba la noche.


De todo hubo en mi fiesta estival. Música bailable, alcohol de graduaciones varias, flirteos descarados, risas por doquier y como no, a la hora precisa de las canciones conocidas, la sempiterna monserga del pop de los 80 tan gastada como hace quince años. Minifaldas escalofriantes levantaban el vuelo con el rock de la cárcel exhibiendo piernas de afrodita rematadas por una escasa lencería de pubis en claroscuro y nalgas de caoba. Nosotros, haciendo corro y esperando la oportunidad de que sus ojos de pantera se posaran en los nuestros, no perdíamos la ocasión de abrazar su cintura para atraer a nuestro pecho un leve roce de los suyos con los que soñar hasta que aquello terminara.

Después de las despedidas, me tumbé en mi cama sospechosamente revuelta pero quería dormir y no era momento de poner pegas ni estirar las arrugas. Al apoyar la cabeza noté una molestia en la nuca. Rebusqué hasta encontrar entre las plumas y la funda de raso azul, un broche de nácar pinchado en mi almohada. Lo dejé caer alargando la mano hacia el suelo para que apenas hiciera ruido que pudiera despabilarme y al darme la vuelta tropecé con algo duro entre mis piernas. Bajé la mano en dirección al bulto, palpando, hasta encontrar un objeto que por su textura y tamaño no parecía pertenecer a mi cuerpo y resultó ser un vaso de tubo con olor a Jack Daniel´s y carmín en el borde con forma de beso, que imaginé de unos labios carnosos y dulces, como de gominola de fresa.

Aquello no estaba allí por casualidad, pero no imaginaba quién me podría haber dejado ese mensaje tan excitante. Alventé las sábanas buscando una nota o un teléfono, pero no encontré nada. Revolví toda la estancia y desesperé en mi intento de encontrar lo que no existía.

Ya insomne, volví al salón y miré en la terraza a mis plantas sedientas. Abrí el grifo para llenar la regadera y cuando la levanté pude ver detrás de ella, una botella de bourbon con una servilleta de papel anudada a su cuello.

Ponía: Te busqué con mis ojos pero parecías ciego. Me voy a un viaje que me llevará lejos de ti hasta que las acacias pierdan sus hojas. Entonces será nuestro momento.

Creo saber quién escribió aquello. Ya en mi habitación, cogí el vaso y besé los labios de carmín.

Soñé contigo aquel mediodía de Julio esperando un otoño frío que desnudara las acacias cuanto antes.