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lunes, 14 de abril de 2008

SOY RACISTA

Cuando era joven tuve una novieta francesa. Sí, hermano, ya sé que te la quité, pero deja de odiarme por ello, que era mucha hembra para ti. Un año después, muchas cartas por medio, me avisó de que venía una hermana suya, que la cuidara. Quedé con ella imaginando que sería parecida a Silvia, guapísima y con un tipazo de esos que se da uno entre mil, una belleza, pero no. La hermana era fea, tosca, tenía la musculatura de un toro vitorino y asustaba a los perros dando patadas en los adoquines . Su única afición, además de pretender llevarme al catre, era la natación. Encontré una piscina alejada de la capital y allí permanecí un mes, célibe como una ursulina, mirando cómo el ballenato nadaba incansablemente, me tiraba al agua, me daba aguadillas y me metía mano en el paquete que escondía la colilla más apagada que nunca, hasta que se fue a la France, cabreada como un gorila en celo y nunca más supe de ella, ni de su hermana, gran dolor. Solo por eso debería odiar a los franceses, pues no.

Más tarde me pasó algo similar con una norteamericana . Aquello duró más. Cinco años de ida y vueltas hasta que en aquel último viaje, la gran Jenni, guapa como una diosa y rica de los ricos de toda la vida, siete semanas en el gran Chicago a la vera del lago fascinante, me tocó tanto los huevos, me hizo la vida tan imposible, que la mandé a la mierda. Tampoco odio a los yanquis, ni siquiera a ella.

Convivo con negros zaínos, mulatos bailones, sudamericanos de mediana estatura, moros aceitunos, polacos rubios como la cerveza, rumanos de bigote arrocet, chinos que me venden hielo embolsado y pilas para la radio y nunca he tenido ningún problema con ellos, pero soy un racista. He conocido gitanos, incluso he trabajado con algunos, hablo con alemanes, negocio con rusos, bailo sardanas en la intimidad, soy asiduo del país vasco, en fin, que todo correcto pero soy un racista.

¿Qué diferencia a un massai de un pigmeo además de la estatura? Que uno pega brincos y el otro esconde huevos de avestruz llenos de agua para épocas de escasez. ¿Es un cabrón un esquimal por el hecho de haber nacido en el polo norte? No, salvo que sea un sea un malhechor.

Los malos, malvados, perversos, maliciosos, infames, indignos, ruines, bellacos, malignos, depravados, pérfidos, viles, execrables, forman una raza multicolor, sin más credo que el mal ajeno ante los que me siento profundamente racista. Solo distingo entre tantas, dos razas en la humanidad: las personas de bien y las que en su canallesca vida van por el mundo jodiendo al personal, robando, estafando, violando, matando, tratando con mujeres inocentes y otras tantas salvajadas a las que no me acostumbro cuando me indigestan la comida del mediodía mientras miro el televisor o escucho la radio.

Sean bienvenidos todos aquellos que vienen a este país con ánimo de trabajar y sacar adelante a sus familias, que quieren integrarse, respetar a los demás y hacer que sean respetados. Esos tipos corrientes que se levantan a las siete, se desplazan con la mirada limpia, currelan para vivir y de los que me importa un huevo el color de la piel, la religión que profesan, la vestimenta con la que se cubren y su país de procedencia.

Frente a los otros, solo me gustaría una nueva legislación más efectiva. No puede haber una ley en la que los delincuentes cometen un delito menor nada más llegar para evitar así su extradición, que traen dentro del escaso equipaje el manual del delincuente, un libro donde viene indicado qué deben hacer para joder al personal sin sufrir los embates de la justicia. Hay que controlar en las fronteras la llegada masiva de extranjeros, solicitar permisos de trabajo y dar la bienvenida a la gente de paz, enchironar a los que delinquen y después de pagada la pena, extraditar a los foráneos sin más contemplaciones. Frente a los cabrones, soy racista, vaya que si.