La gente cree que los pañuelos de papel no pensamos. ¡Qué tontería!. Formaba parte de un árbol magnífico, un abedul enorme plantado sobre las cenizas de un robledal centenario que un día ardió. Me contaron los búhos que aquella noche de Agosto, antes de que los animales se llamaran a arrebato, corría por el bosque un extraño olor ocre y azufrado, como de aviso de muerte. Tras la quema plantaron eucaliptos y abedules, abetos y alerces destinados a la corta temprana, cuando acaba el destete de la savia adolescente , el crecimiento se ralentiza y las raíces ahondan buscando más agua que carbono para que las hojas y los frutos farden de frescura y verdor mientras cobijan un nido de petirrojos.
Un día apareció un hombre por entero de azul con un casco amarillo y una cosa en la mano que tronaba a derrota. Miré alrededor y lo que antes era floresta se había convertido en una necrópolis de leña. Todo aquello duró menos que el trino de un jilguero . Desgajaron las ramas y subieron el resto a un camión con ayuda de una jirafa de hierro que en vez de engullir hojas de acacia, clavaba sus espinas en la corteza con la fuerza de un titán malhumorado.
En una fábrica me arrancaron el pellejo, me hicieron astillas, me trituraron y cocieron, me blanquearon con cloro, ¡qué asco! y pasé a una gran bobina blanca. Unas cuchillas me sajaron y quedé convertido en un cuadrado de veinte centímetros de lado. Algo me absorbió y dobló el espinazo seis veces en un baile que me dejó mareado como si me hubiera estado picando un día entero un pájaro carpintero. Así, en la famosa postura fané del maestro yogui Mamarash me junté con nueve gemelos y nos envolvieron en plástico, tan juntitos que no había manera de rascarse los picores de la esquinas, lisas y albares como un huevo de milano bajo las ramas del nido.
Empaquetado y comprimido afrontaba mi futuro con la ansiedad de no saber mi destino. Aunque se comentaba que lo más honorable que me podría pasar es servir como torunda para una hemorragia nasal, creía merecer un destino más honorable, quizás de pañuelo de bolsillo en un traje elegante o como abrigo de unas joyas en el cajón de una gran dama.
Anduve adormilado hasta que un movimiento brusco me despabiló. La privilegiada posición de estar el primero del paquete me permitía ver algo del exterior, tan distinto a mi bosque verde. Estaba en la calle, cerca de un semáforo y un hombre moreno agitaba su mano conmigo dentro. ¡Qué uñas tan sucias! Sólo pensar que podría servir para limpiar tanta roña me produjo un revoltijo en los polisacáridos que estuvo a punto de provocarme una combustión espontánea que abrasaría la mano del reventa , ese tipo incapaz de darme salida ni aunque rebajara el precio a la miserable cantidad de una moneda de cobre.
Una tarde se acercó a la ventanilla de un coche. Le oí hablando en voz alta y autoritaria a una bella señorita que al final pagó en papel, seguramente por salir del trance y me introdujo en un bolso perfumado de jazmín al lado de un teléfono que sonaba insistentemente con una melodía atronadora que me recordó el graznido de un cuervo. Permanecí allí varios días hasta que una mañana de verano, la portezuela se abrió y unos dedos delicados y suaves hurgaron entre nosotros y noté como el escaso espacio se ampliaba al punto de tener sitio para estirarme un poco y de paso colocar una arista que me pinchaba en el escaque del caballo. Mis vecinos fueron desapareciendo poco a poco y mi prestancia inicial iba perdiendo tersura. Lo que antes era semirrígido estaba fofo y bailaba en el envoltorio al ritmo de su hombro, chocando con las llaves y maldiciendo al tubo de rimmel que estuvo a punto de tiznar mi impecable sudario con su tinte negro. Ya sólo quedo yo. Del resto poco sé, salvo de “cinco” al que vi maltrecho, casi partido por la mitad con unos números escritos al lado de un nombre de varón.
Por fin ha llegado mi hora. Me saca del rebujo y me deja en la mesilla cerca de un aparato charlatán que habla como una cotorra, canta como un grillo y tiene los ojos tan extraños que le cambian cada poco en formas que se parecen al tallo de una espiga, una pera recién caída o la silueta de un pato nadando en la laguna. Ella está encima de la cama leyendo un libro de pastas color azul. Puedo oler su esencia de primo lejano pero no identifico su especie. Se títula “Cuerpos entretejidos” . Al cabo de un rato, noto que su respiración se acelera y pasa las páginas más deprisa. Deja caer el brazo derecho a lo largo del cuerpo y poco a poco, el libro se acerca a la almohada mientras la mujer entrecierra los ojos. La mano sedente se alza hacia el pecho y se posa traviesamente y lo abarca en una caricia larga que acaba en su cima con un delicado pellizco que le arranca un leve gemido. Se entretiene en este juego mientras la otra mano de finos dedos se refugia debajo del triángulo de tela, allá donde crece el musgo negro en la entrada de la gruta y lo palpa hasta que del manantial de su esencia empieza a brotar almíbar. Uno de sus dedos, el que adorna con un anillo de oro y jade no encuentra traba y se cuela dentro mientras la otra mano, abandonado el pecho erguido, roza la carne del deleite. La cama se mueve y la mujer canta de gozo hasta que un temblor sacude la habitación y después, la calma.
Cuando la máquina de los ojos tristes ha cambiado tres veces de cara, ella me coge y en un delicado movimiento me acerca a su sexo y me permite absorber su miel que huele a salitre y a lujuria, un perfume que me deleita y me hace sentir en paz.
Allí, feliz, refugiado entre sus muslos, sé que me espera la fontana blanca y el torbellino de agua que me llevará lejos, donde me degradaré lentamente hasta que mis moléculas se disuelvan y todo sea nada.
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Gracias a raindrop por su inemerecido premio a la creatividad y el diseño. Le debo un meme casi imposible, pero prometo cumplir.
Cuerpos entretejidos es una novela de Antonio Altarriba, finalista del premio La sonrisa vertical en 1996.