Comenta el presidente Cántabro, Revilla, que su primera vez fue con una prostituta como el noventa por ciento de los españoles. Esa declaración me ha conmovido no por descubrir que era putero, sino porque me produce una balsámica sensación de bienestar comprobar que se puede ser político y seguir siéndolo aún habiendo cometido el pecado de estrenarse en un lupanar y chulear por ello. El ínclito Bush que coqueteó con el vodka y los hilarantes canutos reniega de su pasado yeyé y así le pasa; le ha quedado en la jeta el rictus almidonado de un agente funerario que disfruta más en una sala de autopsias que elevando el espíritu con una buena botella de bourbon.
Si bien, la hazaña de Revilla, por importarle un bledo el qué dirán me ha reconciliado con la parentela política, también me ha hecho pensar y he llegado a la conclusión de que yerra en el porcentaje. Miro a mi alrededor y descubro que ninguno de mis amigos de entonces se inició en el sexo ahuecando el bolsillo sino tras una larga peregrinación para acompañar a las chicas al portal de su casa donde se conseguía un seco beso neumático, un roce en la cumbre y un par de hostias sin posibilidad de devolución, si el padre andaba al acecho.
Domingo fue el primero. Delgado como un palo, eligió o fue elegido por una chica de gran estructura mollar y carnes tan abundantes como furores sufría. Lo que relató Domingo después, no quedará en los manuales de cine porno como ejemplo de escena a filmar pero si valdría si hubiera uno dedicado al ridículo. “Si no hubiera sido porque tenía el nivel de testosterona más elevado que el de alcohol en sangre, no me habría atrevido con semejante hembra. Cuando decidí que era el momento, me sentí como si fuera un practicante poniendo una inyección en un inmenso culo. La fuerza hipodérmica de mi virilidad hizo hueco pero no sabría decir si atinó o encontró acomodo en algún pliegue. Duró poco, muy poco y salí corriendo no fuera a pedirme que a cambio de la frustración que denotaba su cara me pidiera para saciar su ansiedad una caja de donuts.”
Modesto fue más previsor. Se ligó a una recién llegada que tenía escrito en las bragas el certificado de penales. Varios reformatorios le habían proporcionado la cultura necesaria para falsificar recetas lo que la convirtió en un laboratorio ambulante. De las centraminas para estudiantes a los embriagadores valium, ofrecía un amplio catálogo de psicotrópicos para cualquier ocasión. Pero la moza no quería perder la virginidad en un coche y así pasaron un tiempo de lote en lote. Recuerdo con verdadera angustia las orquitis con las que Modesto llegaba a casa para arrimarse al playboy y pernoctar en el baño a base de manoletinas. Cuando ambos tenían cumplidos los dieciocho alquiló habitación en una pensión del extrarradio a la que llevó a aquella mezcla de Al Capone y Mata Hari. Los amigos esperábamos en el bar el resultado de la faena y hacíamos apuestas sobre la cantidad y calidad de los embites. Llegó Modesto con carita de pollo y entre los abucheos conseguimos que dijera unas palabras. “Estuvo bien, bastante bien, pero el puntillo que me doy yo a las pajas es insuperable.”
Con esos antecedentes el panorama se me volvió de color gris, como los calcetines. Andaba yo chingoleando con una muchacha muy mona que pensaba que la virtud estaba en llevar blancas las bragas y que lo que sentía en medio del magreo no era otra cosa que el calor del rozamiento. Cuando mi habilidad permitió que el sofoco diera paso a la entrecortada respiración de un asmático, decidimos probar. Como buen chico que era y teniendo asegurada la satisfacción, procuré dedicarme a ella y conseguí buenos resultados en el calentamiento. Había que conseguir el empate y que el árbitro pitara el final con la misión cumplida. No hubo prórroga. Cerré los ojos y acabé cuando oí sus gemidos. Satisfecho la miré y vi su rostro contrariado. Le pregunté si le había gustado y apartándome con las piernas dijo. "Si gritaba, gilipollas, era porque me estabas clavando el codo en una teta."
Con este muestreo, uno de cuatro, la teoría de Revilla falla. La proporción de los que han perdido la virginidad en un putiferio es como máximo de un venticinco por ciento, y seguirá bajando.