martes, 9 de diciembre de 2008

LAS CORRIENTES VAGABUNDAS




1970

Eloy tenía una finca y en ella una pequeña vivienda. Vivía de su pensión, lo que sacaba de la huerta, tres filas de nabos, cebollas para matanza, ristras de ajos morados y diez cerdos que engordaba con algarrobas y pienso. En una cabaña próxima, semihundido en la tierra, un depósito de propano suministraba energía para cocinar y calentar las dos habitaciones en las que vivía en la compañía de su perro Quin y dos gatos huraños. Hacía sólo cuatro años que la leña dio paso a la comodidad del gas. Ya no tenía que doblarse para echar troncos en la chimenea ni estar pendiente de que las chispas incendiaran su casa.

Llamó al distribuidor para rellenarlo de cara al invierno, pagó la factura y cuando la cisterna sobrepasó el paso a nivel de la cercana estación, notó un fuerte olor a gas. No le dio importancia porque supuso que la carga excesiva habría hecho saltar la válvula de seguridad que expulsaba algo del sobrante. En unos minutos el mal olor había desaparecido y Eloy, contento por no tener que preocuparse del combustible hasta Mayo, encendió un pitillo, tiró la cerilla sobre la tierra seca y pudo ver en una centésima de segundo cómo la tierra a sus pies se tornaba azul y mortal .

La explosión arrasó la finca y Eloy quedó como un guiñapo a los pies de un manzano con la ropa quemada y un rictus de sorpresa en su cara abrasada. Solo los zapatos parecían indemnes, como si hubieran corrido por su cuenta las decenas de metros que les separaban del lugar de la deflagración.

Los técnicos, después de estudiar concienzudamente el siniestro, dictaminaron que el depósito perdía gas porque se había podrido en contacto con la tierra húmeda, las sales y la materia en descomposición, pero cuando Eloy lo alquiló, le aseguraron que estaba protegido contra todo tipo de corrosión por un período de veinte años. Llegaron todos. Bomberos, policías, técnicos del seguro, se analizaron tierras y aguas, desguazaron la fosa séptica y no hallaron explicación. Fue un pastor de la zona el que avisó de que algo extraño sucedía en las tierras de alrededor; no había topos y a las ovejas no les gustaba los pastos de los alrededores aunque la hierba estuviera verde y jugosa. –Esta tierra está encantada, como si algo maligno corriera silenciosamente por debajo-

De esa superchería, solo por probar, se acordó conectar a tierra una serie de voltímetros y, aleatoriamente, sin más orden que el derivado del caos, los aparatos registraban una fuerte actividad.

Por fin se halló una explicación al desastre. Las vías de la vieja estación, a menos de quinientos metros, descargaban en el suelo la electricidad de la catenaria al contacto con los trenes, tensiones que deambulaban sin rumbo, corrientes vagabundas que alteraban incansablemente las moléculas de los materiales hasta perforar el acero más grueso.

2008

De noche, cuando la nebulosa del sueño da paso al estado de reposo absoluto, el dedo gordo de mi pie empieza a levantarse, como si la erección involuntaria cambiara de sitio. El tendón del empeine se endurece, se tensa y los músculos laterales de la pantorrilla empiezan a doler con la intensidad de una coz de búfalo. De inmediato me despierto, salto de la cama como si hubiera caído un rayo y piso con el pie contrario el dedo erecto para dejarle a ras de suelo, como corresponde a su naturaleza. Inútil, sigue tieso, desafiante en su altivez de enano cabrón, supongo que mareado desde la altura a la que no está acostumbrado. Deambulo cojeando por el largo pasillo entre alaridos, asiento el culo en el sofá para masajear la zona, aplico inútiles remedios calmantes y al cabo de un rato, tal como vino, se acaba el dolor y vuelvo a la cama donde duermo, ya acoquinado, hasta que vuelva el calambre en ese pié, o en el otro, que también, o no vuelva.

Hay días que me levanto hambriento, otros no puedo ni tragar. La rinitis que ahoga pañuelos a docenas, se seca sin más. El droguero se extraña de que no pase a comprarle y me busca por los bares por si algo malo me ha pasado. El estimulante café que me despierta y me anima se convierte de repente en una fuente de intranquilidad. La tensión arterial sube porque sí, porque le da la gana. El colesterol malo, habitualmente a raya, tiene temporadas de libre albedrío y maneja las cifras a su antojo hasta tener dos asteriscos en la papeleta de la analítica o baja a niveles preocupantes. Mi carácter risueño se torno hosco algunos días y me vuelvo insoportable hasta para mi. El deseo pasa de ser un anhelo feroz a desaparecer por semanas.

Los médicos han aventurado muchas teorías, todas falsas. Potasio alto, falta de cinc, exceso de cloro, alteraciones del tiroides. Yo sé lo que me pasa. De pequeño metía los dedos en los enchufes, chupaba las pilas y por aquello del inquietante cosquilleo, ponía el prepucio en las pistas del excalextric. Debo estar repleto de corrientes vagabundas.

viernes, 28 de noviembre de 2008

EL VIJILANTE


Jenaro Jeringa al aparato. Esta vez no ha sido fácil convencer al Instigador para que me ceda su espacio. Accedió cuando le dije que había cambiado de profesión ya que en el centro de día se había planteado un ERE al que me acogí gustoso, pillando algunos monises y unos meses en el paro del que me han sacado por huevos. Ahora ejerzo de vigilante en una obra donde la misión es evitar que los cuatreros me despabilen los ladrillos, yesos, aperos y sanitarios que, depositados al socaire tras un muro de ferrajes, descansan a la vista de sacres y mecheros que los rapiñan en un tris y te apiolan con una fusca del ventidós si te pones gallo y les haces frente. Nada de eso, que la paga no da para jaquetones y la única herramienta que me dan para el curro es una porra de manguera flácida que no haría daño ni a un borrego recién esquilado y una linterna de petaca que alumbra lo justo para abrir latas sin sajarme los dedos y con la que llego a distinguir si los bultos del fondo, son dos pomelos o las tetas del poster, cuando la pila es nueva.

En una zona industrial, donde las naves han dado paso a los edificios de apartamentos, las obras se reparten por doquier y todas ellas tienen su guardia. Cuando vi que yo era el único que no era gitano y eso podría colocarme en desventaja, me pasé con el autobronceador, dejé que las patillas me llegaran al gaznate y coloqué, cual torero, un largo mechón de pelo amarrado con cola de carpintero que me da el aire de uno más de esa etnia de tocadores de maderas, palmas y cojones, que viven en las casetas de chapa con la alegría de un bombo en Semana Santa, con sus fuegos a la puerta y la plasma a todo trapo.

Me inventé una identidad inconfundible, - Salazar – y me hice pariente en un minuto, del Cigala, de quién me sé algunas coplillas que me niego a tocar o palmear porque en aquel accidente se me quedó la mano tonta, no vaya a ser que por gil me descubran lo payo y se me joda el invento. El habla no es problema porque, siendo mi padre de Cádiz y simulando una ganga gutural que me sale fetén, chamullo una jerga imposible que les da pena y me dan palmadas en la espalda, tranquilizándome, y me invitan a buches de tinto para aclarar el habla y despertar el entendimiento. He llegado a tal compadreo que paso más tiempo en el bar Pilichi que en el tajo, porque me vienen a buscar, me sustituye alguno de sus churumbeles y todo está en orden, que para eso somos todos de la familia. Empiezo algunos chistes que nunca termino, porque se deshuevan de la risa y dejan rondas a deber hasta que el capataz llega con el sobre, el treinta, liquidan la cuenta y vuelta a empezar.

El gilipuertas de mi hermano, que es picoleto, pasó el otro día a saludarme vestido de oliva y con la luminaria del coche encendida. En dos minutos se me llenó la obra de paisanos mirando por la valla, sin atreverse a entrar, que los civiles son el demonio, y en un acto de compasión, después de echar yo un dospapeles y él una mano de birras, apesadumbrado por mi aspecto y comprendiendo mi drama , salió escopetado, como jiñado de la jindama ante un gitano de tronío que no se arredró ante el tricornio, y de esa manera me convertí en un ídolo.

Mis parientes aplaudieron y me ofrecieron un homenaje por todo lo alto con botellas de cava, rumbas y bulerías. Incluso Moisés, el patriarca, arrancó por peteneras, se trabucó con la dentadura postiza al punto de penetrarle en el coleto y ante el espanto general, no tuve más remedio que meter los dedos para que no se ahogara, pobre de mí, que ahora llevo vendados por lavarlos inmediatamente con aguafuerte.

Para mayor realismo, inspirado en un cuadro que vi en el MOMA, he colgado un cartel que aclara la procedencia, profesión y no he puesto que tengo canes salvajes porque los chuchos que merodean tienen menos carne que dientes, se tiran al pan como si fueran torreznos y se les pone cara de idos cuando huelen un pellejo de chorizo. Las obras están paradas pero seguimos cobrando, no sé hasta cuando, y si nos quedáramos en el paro, siempre habrá algo que vender, que de material está esto lleno.


Si pasan, no duden en llamar. Se aceptan presentes en estado líquido con tendencia a la evaporación, que no llegará al caso, o sólidos de fácil combustión que se puedan liar con papelillo. Por razón de camuflaje perfecto, aceptaría en préstamo un mercedes grande o una furgoneta de gran tonelaje con capacidad para varios quintales de fruta o un muestrario completo de fajas de temporada. Imprescindible con gran aparataje musical.

Esto es vida y no la que me dieron los viejos.

Feliz Navidad a todos.

jueves, 13 de noviembre de 2008

EL CLARINETISTA



Tengo un amigo con el que voy a los médicos. Prejubilado con capital, descansa sus días entre la cultura y la gastronomía sin más ambición que sus vaivenes bursátiles de inversor receloso no le provoquen acidez de estómago al que nutre con seleccionadas viandas, mientras habla de conciertos o museos con la autoridad de un comandante de la guardia civil.

Compañero de garitos, casas de comidas y algunas golferías, epata a las damas con su verborrea de vividor ilustrado aunque añora los veinte centímetros necesarios para alcanzar el porte de galán que sustituye con un vestuario atrevido, sin perder la compostura y un don de gentes que dedica a los saludos efusivos, besos a las damas y adioses a todo quisque con quién se cruza.

En esa edad en la que empiezas a cagar las espinas de las sardinas de los excesos, algunos sustos le han provocado una leve hipocondría que resuelve con varias tarjetas sanitarias que utiliza más que las de crédito porque lleva pinza de plata con grueso fajo multicolor de billetes de curso legal y de procedencia lícita. Así las cosas me anima a hacerme chequeos innecesarios, que bastante chequeado anda uno, y está siempre dispuesto a una visita al oculista para evitar el glaucoma traicionero o al urólogo que le confirma que la falta de firmeza es cosa de la edad y no de un colapso de tráfico plaquetario que le dificulta la circulación sanguínea de la minga.

Hace unos días, frente a un plato de callos, me preguntó.

- Por cierto, ¿no tendrás que ir al podólogo?
- Tenía previsto ir este mes, pero no quedé muy contento la última vez y me gustaría cambiar.
- Déjalo de mi cuenta. Voy a pedir hora al mío que un repaso nunca está de más.

Hoy era el día, a las once de la mañana. Una hora después nos confirmaban que la cita era para ayer lo que nos dejó toda la mañana para un garbeo hasta la hora de comer. Iniciamos camino al barrio, miramos escaparates, enamoróse de una chaqueta multicolor en cuadros pastel que sería abucheada por sus congéneres en mi guardarropa y paramos en un establecimiento a comprar determinadas hierbas eficaces, cual más, contra el estreñimiento y el meteorismo y que usa con la misma asiduidad con la que se hace lustrar los zapatos en el limpiabotas de la glorieta de Bilbao. Preferí esperarle en la calle, al solecillo de noviembre, con el cuero abrochado y el diario recién comprado cuando un hombre de barba desaliñada empezó a tocar el clarinete. Los primeros compases fueron desconcertantes. Tocaba una escala sin peldaños en ruidos inconexos que podría ser el calentamiento de un genio o la sintonía del telediario del infierno. A continuación tomó postura. Inclinó un tanto la cabeza y cerró los ojos. Del instrumento brotaban notas del más salvaje free jazz jamás escuchado, subidas y bajadas de tono en amplios resoplidos como si las teclas las pulsara un endemoniado. El artista, mientras, ponía tanta pasión, su rostro denotaba tanta concentración, placer incluso, que no tuve más remedio que aplaudir.

Fernando salió con la compra hecha y le rogué esperar una nueva pieza que me sacara de dudas si estaba delante de un genio de la música imposible o un estafador que soplaba el pitorro con la misma formación musical que yo el porrón de clarete. El segundo acto fue inenarrable. La estridencia sonora solo era comparable al aullido de un lobo cuando le pilla los cataplines un cepo, pero el menda acompañaba la melodía con rítmicos movimientos de pie y un careto extraño que aparentaba un orgasmo o el estado anterior a un síncope. Esa vez no me atreví a aplaudir. Se acercó Fernando y estuvo unos segundos hablándole al oído. Le vi retirarse unos pasos cuando el barbado comenzó de nuevo a interpretar. Fueron pocas notas. Tarariro tararí, tarariro tararí. Mi amigo, entonces, sacó un billete de cincuenta y se lo metió en un bolsillo.

- ¿Estás loco? ¿Le has dado cincuenta pavos?
- Lo prometido es deuda y las deudas hay que pagarlas.
- Pero.. ¿Qué le has prometido? ¿De qué me hablas?
- Le dije que la daba cincuenta si tocaba una canción conocida y lo ha hecho.
- ¿Eso que ha tocado era una canción? No eran más que cinco notas inconexas.
- Te equivocas. No tienes oído para la música. Eso que ha tocado era una interpretación, muy personal eso si, de los pajaritos.

En el postre, viéndole devorar unas filloas, me preguntaba en mi interior sobre la extraña relación que une, por unos segundos, a un menesteroso con jeta y a un acaudalado caprichoso. Comerán juntos. No me cabe duda.