Conocí a Kalí - en realidad no se llama Kalí, pero el día
que me dijo su nombre no fui capaz de recordarlo de enrevesado que era - ,
después de muchos meses observándole. A
eso de las diez de la noche en verano y de las nueve en invierno le veía pasar
a través de la cristalera del bar donde suelo ir casi todos los días, un
cafetín con veladores de mármol donde tomar una copa de vino sin el fastidio
del fútbol que hacía que estuviera
semivacío los días de partido, es decir, casi todos. Puntualmente pasaba con dos
maletas enormes, una negra y otra roja y las dejaba a la vera de un banco en la
parte final de una plaza ajardinada, casi al borde de la carretera. Se alejaba
y volvía a los diez minutos con otro
maletón y un haz de cartones impecablemente doblados, otro de plásticos y una
bolsita de mano donde supuestamente guardaba las provisiones. Ya anochecido
empezaba a montar su pequeño campamento,
su negrísimo rostro se confundía con la noche y solo podía seguir sus
movimientos por el color de su ropa algo ajada pero siempre limpia, sin ninguna
mancha visible. Cuando salía ya estaba
instalado en su cajón de frigorífico con la cubierta de plástico perfectamente
encajada, sin resquicios por donde pudiera entrar el agua. Yo me sentaba en
un poyete frente a él, a escasos veinte
metros, y observaba la luz de una
pequeña linterna alumbrando en su
interior por las ventanillas que usaba para la aireación..
Cierto día de
llovizna suave me atreví a pasar cerca de su cubículo. La luz interior se movía
a intervalos regulares como si realizara un trabajo rutinario. Al pasar miré al
interior sin disimulo y a través del ventanuco, acostado en una fina
alfombrilla sobre las lamas de madera del banco, vi que estaba leyendo un libro grueso de
aspecto amarillento. Notó mi presencia, miró hacia mí y desvió inmediatamente
la vista hacia su lectura. Le deseé buenas noches y me contestó con otro saludo
igual que sonó con un eco extraño que me recordó al que sale de una cueva.
Llegó la primavera y apetecía salir a la terraza de aquel
bar. Una noche cualquiera con la luna espléndida, cambió su ruta y pasó delante
de mí. Fue el primer saludo cara a cara que intercambiamos y después, a diario,
alzábamos las manos en silencio en un gesto de complicidad muda. No se
le conocía relación alguna con la gente del vecindario, no tenía compañeros de
miseria con los que compartir la tristeza que emanaba de su cara, tampoco
fumaba ni bebía. Era un solitario bien encarado, un hombretón de enorme
envergadura que parecía llevar sobre sus hombros un peso enorme muy superior a
la carga que podría soportar de acuerdo a su físico.
Una mañana bien temprano pasé por la plaza, le vi recogiendo
los enseres y decidí esperar para ver hacia dónde se dirigía. Tomó la calle
principal y al llegar a una plaza se desvió por una callejuela poco transitada.
Disimulé como pude y doscientos metros más abajo llegó a un portal, llamó a un
timbre y la puerta se abrió. No había pasado un minuto cuando estaba de nuevo
en la calle, ya sin equipaje. Entré en una bar a tomar un café mientras pensaba si hacía lo correcto
inmiscuyéndome en su vida cuando volvió con el resto de los bártulos. Acabé la
taza y me coloqué a una distancia prudencial en la semioscuridad anterior al
alba. Caminamos un rato y llegamos a su
destino: una panadería donde se situó en la entrada. De una bolsa de plástico
sacó algunos ejemplares de la farola y ahí, de pie, pasaba la jornada esperando
una limosna que le llegaba sin que la pidiera. Se limitaba a saludar a todos
los clientes y como pude observar mucha gente le depositaba unas monedas de la
vuelta de su compra, respondía con un agradecimiento de acento incierto y
mostraba su mejor sonrisa de dientes blancos, algo desencajados. Compré pan y
la salida le di unas monedas y entablé conversación.
- ¿Cómo te llamas?
Respondió algo ininteligible en un idioma que supuse
africano.
- Pero todo el mundo me conoce por Kalí.
- ¿Qué tal el negocio?
Me miró como si no entendiera la pregunta. Lo más probable
es que no conociera el significado de la palabra.
- ¿quiero decir si consigues suficiente para vivir?
- El hotel es barato, ya sabes, dijo con sonrisa pícara, y como suficiente para vivir. Aquí me dan el pan gratis y consigo algo más
si ayudo a las señoras a subir la compra o sujeto la correa de los perros mientras les atienden. No
me puedo quejar.
Todos mis intentos para proporcionarle comida fueron
inútiles, ni siquiera una bolsa de detergente para lavar su ropa. Cambié mis
hábitos y casi a diario me acercaba a comprar el pan en aquella tahona que me
obligaba a andar más de lo acostumbrado pero
que me posibilitaba acercarme a ese ser hermético. Cierto día vi que una
señora le daba una lata de cocacola fresquita que aceptó con regocijo. La abrió
con premura y sorbió el líquido con gran satisfacción. De su bolso de mano sacó
una bolsa de patatas fritas que comió despacio, deleitándose como si fuera un
manjar exquisito. Al filo de las 3, cuando llegaba a hacer mi compra le
obsequiaba con un lata y un paquete de papas que compraba en el chino próximo.
Era el momento de su descanso después de toda la mañana en pie. Nos
recostábamos en cualquier coche que estuviera aparcado y allí, entre el olor
del pan recién horneado me habló de su tierra yerma, de las luchas tribales que
diezmaban la población en horrendos crímenes, de niños soldado asesinos por unas
monedas o una botella de licor, de aquella novia orgullosa que prefirió el tiro,
el machetazo o la violación atroz en vez de dejar su tierra. De su caminata
desde el centro de Africa hasta el mar. De las interminables jornadas en la
patera. Del sufrimiento de arrojar por la borda los cadáveres de compañeros de
viaje, de su llegada a Cádiz, de la huida para no ser recluido en centros de
acogida, de las duras labores del campo
primero, y de la construcción después donde destajaba para sacar algo más, de
la pérdida del trabajo y de su condición actual de mendigo involuntario. De aquello
me hablaba ese hombre de mirada triste y sonrisa de ángel negro, hasta que
desapareció como llegó.
Nadie conoce su paradero. Recorrí el barrio y sus parques,
llamé al timbra de aquella casa donde en algún cuartucho le permitían dejar el
equipaje y nadir me supo dar razón. Supongo que se habrá mudado de ciudad,
quizás de país en busca de un trabajo que le permita ofrecer a aquella mujer
que tanto añoraba una nueva casa, un rebaño y una familia.
Ahora comprendo por qué dormía cerca de la carretera en vez de hacerlo
en un lugar más tranquilo y menos ruidoso de aquel parque. No quería perder la
consciencia de que su destino era incierto y temía acostumbrarse a su mísera
condición y vegetar hasta la muerte en una suerte de acomodo letal que le
hiciera perder sus sueños.
Te deseo lo mejor, Kalí, aunque no pierdo la esperanza de volver a verte
alguna mañana y tomar una lata y una pequeña bolsa de patatas mientras
charlamos de un futuro mejor, en tu caso, uno inmensamente mejor.