Cuando era joven tuve una novieta francesa. Sí, hermano, ya sé que te la quité, pero deja de odiarme por ello, que era mucha hembra para ti. Un año después, muchas cartas por medio, me avisó de que venía una hermana suya, que la cuidara. Quedé con ella imaginando que sería parecida a Silvia, guapísima y con un tipazo de esos que se da uno entre mil, una belleza, pero no. La hermana era fea, tosca, tenía la musculatura de un toro vitorino y asustaba a los perros dando patadas en los adoquines . Su única afición, además de pretender llevarme al catre, era la natación. Encontré una piscina alejada de la capital y allí permanecí un mes, célibe como una ursulina, mirando cómo el ballenato nadaba incansablemente, me tiraba al agua, me daba aguadillas y me metía mano en el paquete que escondía la colilla más apagada que nunca, hasta que se fue a la France, cabreada como un gorila en celo y nunca más supe de ella, ni de su hermana, gran dolor. Solo por eso debería odiar a los franceses, pues no.
Más tarde me pasó algo similar con una norteamericana . Aquello duró más. Cinco años de ida y vueltas hasta que en aquel último viaje, la gran Jenni, guapa como una diosa y rica de los ricos de toda la vida, siete semanas en el gran Chicago a la vera del lago fascinante, me tocó tanto los huevos, me hizo la vida tan imposible, que la mandé a la mierda. Tampoco odio a los yanquis, ni siquiera a ella.
Convivo con negros zaínos, mulatos bailones, sudamericanos de mediana estatura, moros aceitunos, polacos rubios como la cerveza, rumanos de bigote arrocet, chinos que me venden hielo embolsado y pilas para la radio y nunca he tenido ningún problema con ellos, pero soy un racista. He conocido gitanos, incluso he trabajado con algunos, hablo con alemanes, negocio con rusos, bailo sardanas en la intimidad, soy asiduo del país vasco, en fin, que todo correcto pero soy un racista.
¿Qué diferencia a un massai de un pigmeo además de la estatura? Que uno pega brincos y el otro esconde huevos de avestruz llenos de agua para épocas de escasez. ¿Es un cabrón un esquimal por el hecho de haber nacido en el polo norte? No, salvo que sea un sea un malhechor.
Los malos, malvados, perversos, maliciosos, infames, indignos, ruines, bellacos, malignos, depravados, pérfidos, viles, execrables, forman una raza multicolor, sin más credo que el mal ajeno ante los que me siento profundamente racista. Solo distingo entre tantas, dos razas en la humanidad: las personas de bien y las que en su canallesca vida van por el mundo jodiendo al personal, robando, estafando, violando, matando, tratando con mujeres inocentes y otras tantas salvajadas a las que no me acostumbro cuando me indigestan la comida del mediodía mientras miro el televisor o escucho la radio.
Sean bienvenidos todos aquellos que vienen a este país con ánimo de trabajar y sacar adelante a sus familias, que quieren integrarse, respetar a los demás y hacer que sean respetados. Esos tipos corrientes que se levantan a las siete, se desplazan con la mirada limpia, currelan para vivir y de los que me importa un huevo el color de la piel, la religión que profesan, la vestimenta con la que se cubren y su país de procedencia.
Frente a los otros, solo me gustaría una nueva legislación más efectiva. No puede haber una ley en la que los delincuentes cometen un delito menor nada más llegar para evitar así su extradición, que traen dentro del escaso equipaje el manual del delincuente, un libro donde viene indicado qué deben hacer para joder al personal sin sufrir los embates de la justicia. Hay que controlar en las fronteras la llegada masiva de extranjeros, solicitar permisos de trabajo y dar la bienvenida a la gente de paz, enchironar a los que delinquen y después de pagada la pena, extraditar a los foráneos sin más contemplaciones. Frente a los cabrones, soy racista, vaya que si.
lunes, 14 de abril de 2008
viernes, 4 de abril de 2008
LA PECULIAR VIDA DE UN PAÑUELO DE PAPEL
La gente cree que los pañuelos de papel no pensamos. ¡Qué tontería!. Formaba parte de un árbol magnífico, un abedul enorme plantado sobre las cenizas de un robledal centenario que un día ardió. Me contaron los búhos que aquella noche de Agosto, antes de que los animales se llamaran a arrebato, corría por el bosque un extraño olor ocre y azufrado, como de aviso de muerte. Tras la quema plantaron eucaliptos y abedules, abetos y alerces destinados a la corta temprana, cuando acaba el destete de la savia adolescente , el crecimiento se ralentiza y las raíces ahondan buscando más agua que carbono para que las hojas y los frutos farden de frescura y verdor mientras cobijan un nido de petirrojos.
Un día apareció un hombre por entero de azul con un casco amarillo y una cosa en la mano que tronaba a derrota. Miré alrededor y lo que antes era floresta se había convertido en una necrópolis de leña. Todo aquello duró menos que el trino de un jilguero . Desgajaron las ramas y subieron el resto a un camión con ayuda de una jirafa de hierro que en vez de engullir hojas de acacia, clavaba sus espinas en la corteza con la fuerza de un titán malhumorado.
En una fábrica me arrancaron el pellejo, me hicieron astillas, me trituraron y cocieron, me blanquearon con cloro, ¡qué asco! y pasé a una gran bobina blanca. Unas cuchillas me sajaron y quedé convertido en un cuadrado de veinte centímetros de lado. Algo me absorbió y dobló el espinazo seis veces en un baile que me dejó mareado como si me hubiera estado picando un día entero un pájaro carpintero. Así, en la famosa postura fané del maestro yogui Mamarash me junté con nueve gemelos y nos envolvieron en plástico, tan juntitos que no había manera de rascarse los picores de la esquinas, lisas y albares como un huevo de milano bajo las ramas del nido.
Empaquetado y comprimido afrontaba mi futuro con la ansiedad de no saber mi destino. Aunque se comentaba que lo más honorable que me podría pasar es servir como torunda para una hemorragia nasal, creía merecer un destino más honorable, quizás de pañuelo de bolsillo en un traje elegante o como abrigo de unas joyas en el cajón de una gran dama.
Anduve adormilado hasta que un movimiento brusco me despabiló. La privilegiada posición de estar el primero del paquete me permitía ver algo del exterior, tan distinto a mi bosque verde. Estaba en la calle, cerca de un semáforo y un hombre moreno agitaba su mano conmigo dentro. ¡Qué uñas tan sucias! Sólo pensar que podría servir para limpiar tanta roña me produjo un revoltijo en los polisacáridos que estuvo a punto de provocarme una combustión espontánea que abrasaría la mano del reventa , ese tipo incapaz de darme salida ni aunque rebajara el precio a la miserable cantidad de una moneda de cobre.
Una tarde se acercó a la ventanilla de un coche. Le oí hablando en voz alta y autoritaria a una bella señorita que al final pagó en papel, seguramente por salir del trance y me introdujo en un bolso perfumado de jazmín al lado de un teléfono que sonaba insistentemente con una melodía atronadora que me recordó el graznido de un cuervo. Permanecí allí varios días hasta que una mañana de verano, la portezuela se abrió y unos dedos delicados y suaves hurgaron entre nosotros y noté como el escaso espacio se ampliaba al punto de tener sitio para estirarme un poco y de paso colocar una arista que me pinchaba en el escaque del caballo. Mis vecinos fueron desapareciendo poco a poco y mi prestancia inicial iba perdiendo tersura. Lo que antes era semirrígido estaba fofo y bailaba en el envoltorio al ritmo de su hombro, chocando con las llaves y maldiciendo al tubo de rimmel que estuvo a punto de tiznar mi impecable sudario con su tinte negro. Ya sólo quedo yo. Del resto poco sé, salvo de “cinco” al que vi maltrecho, casi partido por la mitad con unos números escritos al lado de un nombre de varón.
Por fin ha llegado mi hora. Me saca del rebujo y me deja en la mesilla cerca de un aparato charlatán que habla como una cotorra, canta como un grillo y tiene los ojos tan extraños que le cambian cada poco en formas que se parecen al tallo de una espiga, una pera recién caída o la silueta de un pato nadando en la laguna. Ella está encima de la cama leyendo un libro de pastas color azul. Puedo oler su esencia de primo lejano pero no identifico su especie. Se títula “Cuerpos entretejidos” . Al cabo de un rato, noto que su respiración se acelera y pasa las páginas más deprisa. Deja caer el brazo derecho a lo largo del cuerpo y poco a poco, el libro se acerca a la almohada mientras la mujer entrecierra los ojos. La mano sedente se alza hacia el pecho y se posa traviesamente y lo abarca en una caricia larga que acaba en su cima con un delicado pellizco que le arranca un leve gemido. Se entretiene en este juego mientras la otra mano de finos dedos se refugia debajo del triángulo de tela, allá donde crece el musgo negro en la entrada de la gruta y lo palpa hasta que del manantial de su esencia empieza a brotar almíbar. Uno de sus dedos, el que adorna con un anillo de oro y jade no encuentra traba y se cuela dentro mientras la otra mano, abandonado el pecho erguido, roza la carne del deleite. La cama se mueve y la mujer canta de gozo hasta que un temblor sacude la habitación y después, la calma.
Cuando la máquina de los ojos tristes ha cambiado tres veces de cara, ella me coge y en un delicado movimiento me acerca a su sexo y me permite absorber su miel que huele a salitre y a lujuria, un perfume que me deleita y me hace sentir en paz.
Allí, feliz, refugiado entre sus muslos, sé que me espera la fontana blanca y el torbellino de agua que me llevará lejos, donde me degradaré lentamente hasta que mis moléculas se disuelvan y todo sea nada.
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Gracias a raindrop por su inemerecido premio a la creatividad y el diseño. Le debo un meme casi imposible, pero prometo cumplir.
Cuerpos entretejidos es una novela de Antonio Altarriba, finalista del premio La sonrisa vertical en 1996.
Un día apareció un hombre por entero de azul con un casco amarillo y una cosa en la mano que tronaba a derrota. Miré alrededor y lo que antes era floresta se había convertido en una necrópolis de leña. Todo aquello duró menos que el trino de un jilguero . Desgajaron las ramas y subieron el resto a un camión con ayuda de una jirafa de hierro que en vez de engullir hojas de acacia, clavaba sus espinas en la corteza con la fuerza de un titán malhumorado.
En una fábrica me arrancaron el pellejo, me hicieron astillas, me trituraron y cocieron, me blanquearon con cloro, ¡qué asco! y pasé a una gran bobina blanca. Unas cuchillas me sajaron y quedé convertido en un cuadrado de veinte centímetros de lado. Algo me absorbió y dobló el espinazo seis veces en un baile que me dejó mareado como si me hubiera estado picando un día entero un pájaro carpintero. Así, en la famosa postura fané del maestro yogui Mamarash me junté con nueve gemelos y nos envolvieron en plástico, tan juntitos que no había manera de rascarse los picores de la esquinas, lisas y albares como un huevo de milano bajo las ramas del nido.
Empaquetado y comprimido afrontaba mi futuro con la ansiedad de no saber mi destino. Aunque se comentaba que lo más honorable que me podría pasar es servir como torunda para una hemorragia nasal, creía merecer un destino más honorable, quizás de pañuelo de bolsillo en un traje elegante o como abrigo de unas joyas en el cajón de una gran dama.
Anduve adormilado hasta que un movimiento brusco me despabiló. La privilegiada posición de estar el primero del paquete me permitía ver algo del exterior, tan distinto a mi bosque verde. Estaba en la calle, cerca de un semáforo y un hombre moreno agitaba su mano conmigo dentro. ¡Qué uñas tan sucias! Sólo pensar que podría servir para limpiar tanta roña me produjo un revoltijo en los polisacáridos que estuvo a punto de provocarme una combustión espontánea que abrasaría la mano del reventa , ese tipo incapaz de darme salida ni aunque rebajara el precio a la miserable cantidad de una moneda de cobre.
Una tarde se acercó a la ventanilla de un coche. Le oí hablando en voz alta y autoritaria a una bella señorita que al final pagó en papel, seguramente por salir del trance y me introdujo en un bolso perfumado de jazmín al lado de un teléfono que sonaba insistentemente con una melodía atronadora que me recordó el graznido de un cuervo. Permanecí allí varios días hasta que una mañana de verano, la portezuela se abrió y unos dedos delicados y suaves hurgaron entre nosotros y noté como el escaso espacio se ampliaba al punto de tener sitio para estirarme un poco y de paso colocar una arista que me pinchaba en el escaque del caballo. Mis vecinos fueron desapareciendo poco a poco y mi prestancia inicial iba perdiendo tersura. Lo que antes era semirrígido estaba fofo y bailaba en el envoltorio al ritmo de su hombro, chocando con las llaves y maldiciendo al tubo de rimmel que estuvo a punto de tiznar mi impecable sudario con su tinte negro. Ya sólo quedo yo. Del resto poco sé, salvo de “cinco” al que vi maltrecho, casi partido por la mitad con unos números escritos al lado de un nombre de varón.
Por fin ha llegado mi hora. Me saca del rebujo y me deja en la mesilla cerca de un aparato charlatán que habla como una cotorra, canta como un grillo y tiene los ojos tan extraños que le cambian cada poco en formas que se parecen al tallo de una espiga, una pera recién caída o la silueta de un pato nadando en la laguna. Ella está encima de la cama leyendo un libro de pastas color azul. Puedo oler su esencia de primo lejano pero no identifico su especie. Se títula “Cuerpos entretejidos” . Al cabo de un rato, noto que su respiración se acelera y pasa las páginas más deprisa. Deja caer el brazo derecho a lo largo del cuerpo y poco a poco, el libro se acerca a la almohada mientras la mujer entrecierra los ojos. La mano sedente se alza hacia el pecho y se posa traviesamente y lo abarca en una caricia larga que acaba en su cima con un delicado pellizco que le arranca un leve gemido. Se entretiene en este juego mientras la otra mano de finos dedos se refugia debajo del triángulo de tela, allá donde crece el musgo negro en la entrada de la gruta y lo palpa hasta que del manantial de su esencia empieza a brotar almíbar. Uno de sus dedos, el que adorna con un anillo de oro y jade no encuentra traba y se cuela dentro mientras la otra mano, abandonado el pecho erguido, roza la carne del deleite. La cama se mueve y la mujer canta de gozo hasta que un temblor sacude la habitación y después, la calma.
Cuando la máquina de los ojos tristes ha cambiado tres veces de cara, ella me coge y en un delicado movimiento me acerca a su sexo y me permite absorber su miel que huele a salitre y a lujuria, un perfume que me deleita y me hace sentir en paz.
Allí, feliz, refugiado entre sus muslos, sé que me espera la fontana blanca y el torbellino de agua que me llevará lejos, donde me degradaré lentamente hasta que mis moléculas se disuelvan y todo sea nada.
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Gracias a raindrop por su inemerecido premio a la creatividad y el diseño. Le debo un meme casi imposible, pero prometo cumplir.
Cuerpos entretejidos es una novela de Antonio Altarriba, finalista del premio La sonrisa vertical en 1996.
domingo, 16 de marzo de 2008
YO FUI PRESIDENTE DE MESA
Hace varios años se recibió una carta en casa de mis padres. Yo, que vivía en Madrid, seguía empadronado en Segovia, no por sentimientos patriochiqueros sino porque las multas de aparcamiento no llegaban a provincias. Mi flamante Lancia Delta
Mi padre me llamó y comunicó la noticia. Tienes una carta de la junta electoral central. Ábrela, coño, que me tienes en ascuas. Te ha tocado mesa en las próximas elecciones, de presidente nada menos. Ni de coña, ese día estoy enfermo. Tu mismo, pero trabaja bien el engaño que la multa es potente y te puede caer cárcel.
Paperas, escoliosis, inflamación de frenillo, todos los trucos fracasaron. Dos días antes del evento me citaron a una reunión. Llegué tarde porque se alargó el poker y nada más abrir la puerta los elegidos salían con sobres en la mano y abundante documentación. Un carpetón beis y un mal gesto de un funcionario fue todo lo que saqué de aquella tarde de Marzo, además de una ruina de full que me dejó la billetera planchada, como el pañuelo de un cura. Tenía venticuatro horas largas para mirar los apuntes y una visa de crédito para invitar a cenar a mi novia unos percebes gallegos de la zona de Marruecos y una botella de albariño que había visto más molinos de viento que verdes prados. Algunas copas y otras más hasta que la churrera me mandó a casa, allá por las nueve, silbando para no hablar y caminando deprisa para no perder el equilibrio. Llegó la tarde de la víspera y mi madre, inquisidora como todas, preguntó por la ropa para el acontecimiento y cuando le respondí que mi vieja cazadora de ante era todo lo que había llevado, esa chupa con coderas de vinos y licores, me cogió del brazo y me llevó a un comercio donde agenciarme algo decente, que no quería un adefesio presidiendo una mesa donde votaban todos los vecinos y amigos. Allí coincidí con una mujer, gran política que alcanzó prestigio nacional y europeo, en busca de algo de abrigo porque pensaba recorrer parte de la provincia el día siguiente para ver como se desarrollaba la votación en los pueblos importantes. Mi madre la conocía, como no, y fuimos debidamente presentados, yo en mi condición de máxima autoridad y ella como aspirante al escaño que ganaría sin duda, aunque un maremoto asolara la meseta.
Eligió un chubasquero discreto y yo una americana para salir del paso, bastante más cara que el sueldo que me ganaría el día siguiente.
Gasté cerca de diez minutos en leer los cien folios y quedé convencido de que aquello que no supiera se resolvería en el momento. Solo me quedó clara una cosa: en la mesa podrían estar representantes de los partidos si en el momento de constituirla presentaban su documentación en regla. Para mí, eso era un gran escollo. Además de atender al público tenía que aguantar las ínfulas de los tocapelotas. Un mal rollo dentro de otro mal rollo.
Llegué puntual, a las ocho en punto. Se abrió el colegio y busqué mi feudo. Recorrí todas las estancias y al final de un pasillo, fuera del barullo central, encontré mi sitio, frio y algo desangelado. Conocí a mis compañeros, dos chavales jóvenes y empezamos con la estrategia. De momento tú apuntas nombres y tú buscas. A la hora, se cambia el turno. Pasaban los minutos y no se acercaba nadie. Se me encendió la bombilla. Os quiero fuera de aquí hasta las ocho ventinueve. Yo me voy al water a rellenar los papeles, y cuando llegue, firmamos las actas, constituimos la mesa y tararí que te vi. A la hora fijada, asomé el güito por una cortina, me senté y dispuse la documentación para que la firmaran los puntos. A las ocho treinta la mesa quedó constituída. A las ocho treinta y tres llegaron los compromisarios y les pegué una pedorreta que todavía les suena en los tímpanos. Ver, oir y sobre todo, callar.
La política llegó de los primeros. La prensa local esperaba el protocolario apretón de manos y se quedaron atónitos ante el ósculo que nos dimos y el dicharacho que nos echamos. Vaya, fulano, qué elegante estás. Pues, anda que tú, vaya chupa guapa, hay que ver lo bien que te sienta. Que te sea leve y cuenta bien los votos, que me da que eres de los otros. Que si, mujer, que todo controlado.
A las nueve habían votado nueve y a las diez diecinueve. Carajo con los abuelos, sí que madrugan poco, claro, con estos fríos, cualquiera sale del sobre. El asunto se empezó a animar y a las doce había una cola parecida a la del paro.
- Vengo a votar
- El DNI, por favor.
- ¿El qué?
- La papela, abuelo, la papela. Decía un chavalote rubiasco.
- Emerenciano Bocajarra Pansinsal, soltaba yo.
- ¿Bocarraja con be o con uve?, decía el cándido vocal.
- Con be, pelma con be.
- 84, decía el del PSOE.
- Tú te callas, melón, que estos señores tienen el bachiller y saben de qué va esto.
A la una, cuando el guiso estaba en plena ebullición, se me presentó un feligrés que me conminó con aires intimidatorios a bajar la urna a la calle para que un pariente aquejado de apoplejía y en silla de ruedas, pudiera votar. Le indiqué amablemente que disponía de las fuerzas vivas suficientes para elevar al enfermo hasta la mesa, desde la cruz roja a la policía nacional, la guardia civil, la policía municipal y si hiciera falta, un campeón de levantamiento de piedras vasco que había contratado el ayuntamiento para casos parecidos. El individuo me contestó que nanay, y que, o bajaba la urna, o me montaba un cirio pascual de los de órdago. Me negué y al cabo de cinco minutos, treinta pelanas me abuchearon, me insultaron y los muchachos de la cámara me sacaron un buen puñado de fotos con las que animarían los titulares del día siguiente. La policía se encargó de mediar en el asunto y a los diez minutos subió el jeta a la sillita de la reina en los brazos de dos fornidos policías y deposité su voto en la urna con la misma devoción con la que le rezaría a su puta madre.
Aquello se tranquilizó a la hora de comer hasta quedar más desierto que los monegros. El bocadillo que nos dio el gobierno civil, tenía un pase, pero la cocacola que estaba de cuerpo presente desde las diez, parecía al tacto la candorosa teta de una cabra de hojalata. Salió primero a comer el menor de ellos. A su vuelta sería mi turno y quedaría para el final el menos espabilado, Jeromín, pobre chaval. Me acerqué a un bar cercano, pedí un tentenpié rapidito con una cerveza fresquita y una café. No había empezado a soplar el cortado cuando llegó la policía municipal para indicarme que habían clausurado la mesa. Salí de naja y ya me estaban pidiendo paso los calamares cuando llegué con un flato violento y vi que la mesa estaba vacía. Como no había nada que hacer se habían bajado a tomar un chispazo, los muy cabrones.
Después de las disculpas y de otras fotos de los periodistas, até los pies de mis muchachos a la mesa y la tarde transcurrió sin más incidentes.
Llegó el recuento. Los afiliados de los partidos querían un escrutinio voto por voto, mirando cada papeleta a ver si había el más mínimo fallo para declararla nula. Les puse firmes. Se haría a mi manera. Comenzamos a abrir los sobres del congreso y ponerlos en montones. PP, PSOE y varios. Contamos los votos. Tropecientos PP, otros tantos PSOE, los demás tantos. Total pascual. ¿Cuadra? Si, pues a otra cosa.
Lo del Senado fue más complicado. Eso no eran papeletas, eran resmas. Tuvimos un descuadre de un voto que alguien solucionó de manera involuntaria. Uno de los votos nulos tenía una sarta de definiciones graciosas de los políticos que se presentaban. Uno de los compromisarios estaba enfrascado leyéndolo cuando, no sé si por la risa o por el frio que hacía en el local, estornudó encima con tal abundancia que le dejó spontex. Ni que decir tiene que todos estuvieron de acuerdo en no contabilizarlo y en regalar al chico unos pañuelos de celulosa.
Terminé pronto. A eso de las doce y media presentaba las actas en la oficina electoral y media hora más tarde hacía seda en mi cama, cansado pero feliz.
Me despertó mi madre abanicándome con el periódico local. La jornada de votación se salda casi sin incidentes. La famosa política LDP la más madrugadora. En esa foto salía yo. Un presidente de mesa se niega a bajar la urna para que vote un paralítico. En esa foto salía yo. Una mesa se clausura durante media hora porque el presidente y los 2 vocales se van a comer y la dejan vacía. En esa foto no salía yo. Solo salía la mesa, abandonada, mi nombre y mis apellidos. Nunca me han llamado para otra. Espero que dure la racha.
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