Sentado en mi habitación, sin saber que hacer, se me pasa el tiempo…Otra vez los cursis de Mecano en los Cuarenta Principales. Salté a Radio Olé y una tonadillera pop versionaba a los Chorbos con Manzanita en un lamentable remix que me trasladó a un purgatorio sin fuego, a un paritorio de Caño Roto donde una pobre mujer alumbraba con dolor, un single de los setenta cubierto de la plateada pátina de un CD bien lijado. Nunca sanaré de la indigestión de ripios y flamencadas de nuestros queridos Dj´s, ampulosos y repetitivos, que pinchan hasta alterar la conciencia de los oyentes en su afán de convencer mediante la insistencia de un cobrador cabreado, que aquello que es malo se convierte en bueno porque te acostumbras, como si tomaras arsénico en pequeñas dosis para soportar un trago mortal que no mata, pero te aturde.
Pasé por la tienda a ver si me habían traído el portátil que encargué. Había elegido uno refrigerado por líquido porque apenas suena, ya que odio el sonido zumbón de la electrónica. De día soporto los bramidos del helicóptero que se posa sobre mi cabeza, como contándome los piojos y consigo encauzar la lectura de Sófocles aunque la vecina regañe a la asistenta con la violencia de una madam sado que, a falta de látigo, fustiga a la pobre rumana con un griterío desmedido por un guiso mal planteado o la limpieza maculada de algún tenedor de postre.
Sigo prefiriendo el sonido seco e hiriente de la cuchilla de afeitar que además de los pelos, te rasura las impurezas del alma y a veces te corta la jeta como si tu pendenciero interior te avisara de su destreza con un eficaz movimiento de chaira, al temblor frenético de las revoluciones alocadas de la eléctrica que pellizca y calienta la cara encarnada hasta dejar la carrillera humillada, como si fuera un filete cortado a la contra. Por la noche, delante del ordenador, el ventilador que enfría el procesador abrasado por corregir mi sintaxis, hace un ruido permanente apenas audible a dos metros que se me mete en la chola y no me deja en paz cuando tecleo incongruencias que borro y corrijo hasta que tengo dos líneas que puedan leerse sin tener que apostatar de mí mismo. Por eso decidí comprar una máquina silenciosa que me permita pasar las madrugadas en compañía de mis latidos como único tostón.
Tras constatar que mi anhelado silente se retrasaba otros días, entré en un bar de esos que cuando entras, sabes que estás en el sitio equivocado, para tomar una sin con boquerones en vinagre, ordenaditos por capas, tan blancos, que parecían pililas de ángel con su menudeo de ajitos y un chorretón de buen aceite.
En ello estaba, acompañado con el sonido de la tele que daba un informativo regional que no interesa mucho pero acompaña la soledad, cuando una camarera ultramarina de talla menuda cambió de canal, subió el volumen y comenzó a sonar una vieja canción de Los Inhumanos que me aguó, más si cabe, la insípida cerveza y a los lomos albinos no tuve más remedio que darles la vuelta para que apareciera su tono oscuro en señal de luto. Solicité un cambio de tercio sin haber pasado por varas, pero la señora presidenta con mandil negro y estropajo en mano, sacó un pañuelo verde y me mandó a los corrales de su indiferencia aduciendo que lo que se necesita en un bar es alegría y no tanta mala noticia.
- ¿Crees que un grupo que se llama Los Inhumanos y una canción que dice que todos los negritos pasan hambre y frío duduua, es animación para un local?
- No se me cabree, comandante. Esto es la MTV Latina. En un minuto cambian el vidéo y saldrá algo pelotudo como Edgar Ajaxpino o los Pajilleros de Jajacuate que son unos amores. Tocan rock-corridas potentes que me estimulan y me dan energía.
- Es que con ese nombre lo raro es que tocaran rancheras. ¿No te das cuenta que el vinagre y el onanismo son incompatibles?
- Los que somos incompatibles somos usted y yo, así que pague la cuenta y váyase no más, que me debilita su presencia de soso.
Le di veinte y me devolvió cuatro en un platillo de plástico que retiré al instante no fuera que hiciera bote con ese movimiento instintivo de algunos camareros, que ya querría Harry el Sucio para tirar de revólver en un saloon de Tejas.
Saqué la mano para parar un taxi y cuando entré, sonaba en la radio lo penúltimo de la década prodigiosa. Sin duda, hubiera preferido que el taxista fuera Luis Cobos.
Pasé por la tienda a ver si me habían traído el portátil que encargué. Había elegido uno refrigerado por líquido porque apenas suena, ya que odio el sonido zumbón de la electrónica. De día soporto los bramidos del helicóptero que se posa sobre mi cabeza, como contándome los piojos y consigo encauzar la lectura de Sófocles aunque la vecina regañe a la asistenta con la violencia de una madam sado que, a falta de látigo, fustiga a la pobre rumana con un griterío desmedido por un guiso mal planteado o la limpieza maculada de algún tenedor de postre.
Sigo prefiriendo el sonido seco e hiriente de la cuchilla de afeitar que además de los pelos, te rasura las impurezas del alma y a veces te corta la jeta como si tu pendenciero interior te avisara de su destreza con un eficaz movimiento de chaira, al temblor frenético de las revoluciones alocadas de la eléctrica que pellizca y calienta la cara encarnada hasta dejar la carrillera humillada, como si fuera un filete cortado a la contra. Por la noche, delante del ordenador, el ventilador que enfría el procesador abrasado por corregir mi sintaxis, hace un ruido permanente apenas audible a dos metros que se me mete en la chola y no me deja en paz cuando tecleo incongruencias que borro y corrijo hasta que tengo dos líneas que puedan leerse sin tener que apostatar de mí mismo. Por eso decidí comprar una máquina silenciosa que me permita pasar las madrugadas en compañía de mis latidos como único tostón.
Tras constatar que mi anhelado silente se retrasaba otros días, entré en un bar de esos que cuando entras, sabes que estás en el sitio equivocado, para tomar una sin con boquerones en vinagre, ordenaditos por capas, tan blancos, que parecían pililas de ángel con su menudeo de ajitos y un chorretón de buen aceite.
En ello estaba, acompañado con el sonido de la tele que daba un informativo regional que no interesa mucho pero acompaña la soledad, cuando una camarera ultramarina de talla menuda cambió de canal, subió el volumen y comenzó a sonar una vieja canción de Los Inhumanos que me aguó, más si cabe, la insípida cerveza y a los lomos albinos no tuve más remedio que darles la vuelta para que apareciera su tono oscuro en señal de luto. Solicité un cambio de tercio sin haber pasado por varas, pero la señora presidenta con mandil negro y estropajo en mano, sacó un pañuelo verde y me mandó a los corrales de su indiferencia aduciendo que lo que se necesita en un bar es alegría y no tanta mala noticia.
- ¿Crees que un grupo que se llama Los Inhumanos y una canción que dice que todos los negritos pasan hambre y frío duduua, es animación para un local?
- No se me cabree, comandante. Esto es la MTV Latina. En un minuto cambian el vidéo y saldrá algo pelotudo como Edgar Ajaxpino o los Pajilleros de Jajacuate que son unos amores. Tocan rock-corridas potentes que me estimulan y me dan energía.
- Es que con ese nombre lo raro es que tocaran rancheras. ¿No te das cuenta que el vinagre y el onanismo son incompatibles?
- Los que somos incompatibles somos usted y yo, así que pague la cuenta y váyase no más, que me debilita su presencia de soso.
Le di veinte y me devolvió cuatro en un platillo de plástico que retiré al instante no fuera que hiciera bote con ese movimiento instintivo de algunos camareros, que ya querría Harry el Sucio para tirar de revólver en un saloon de Tejas.
Saqué la mano para parar un taxi y cuando entré, sonaba en la radio lo penúltimo de la década prodigiosa. Sin duda, hubiera preferido que el taxista fuera Luis Cobos.