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jueves, 13 de noviembre de 2008

EL CLARINETISTA



Tengo un amigo con el que voy a los médicos. Prejubilado con capital, descansa sus días entre la cultura y la gastronomía sin más ambición que sus vaivenes bursátiles de inversor receloso no le provoquen acidez de estómago al que nutre con seleccionadas viandas, mientras habla de conciertos o museos con la autoridad de un comandante de la guardia civil.

Compañero de garitos, casas de comidas y algunas golferías, epata a las damas con su verborrea de vividor ilustrado aunque añora los veinte centímetros necesarios para alcanzar el porte de galán que sustituye con un vestuario atrevido, sin perder la compostura y un don de gentes que dedica a los saludos efusivos, besos a las damas y adioses a todo quisque con quién se cruza.

En esa edad en la que empiezas a cagar las espinas de las sardinas de los excesos, algunos sustos le han provocado una leve hipocondría que resuelve con varias tarjetas sanitarias que utiliza más que las de crédito porque lleva pinza de plata con grueso fajo multicolor de billetes de curso legal y de procedencia lícita. Así las cosas me anima a hacerme chequeos innecesarios, que bastante chequeado anda uno, y está siempre dispuesto a una visita al oculista para evitar el glaucoma traicionero o al urólogo que le confirma que la falta de firmeza es cosa de la edad y no de un colapso de tráfico plaquetario que le dificulta la circulación sanguínea de la minga.

Hace unos días, frente a un plato de callos, me preguntó.

- Por cierto, ¿no tendrás que ir al podólogo?
- Tenía previsto ir este mes, pero no quedé muy contento la última vez y me gustaría cambiar.
- Déjalo de mi cuenta. Voy a pedir hora al mío que un repaso nunca está de más.

Hoy era el día, a las once de la mañana. Una hora después nos confirmaban que la cita era para ayer lo que nos dejó toda la mañana para un garbeo hasta la hora de comer. Iniciamos camino al barrio, miramos escaparates, enamoróse de una chaqueta multicolor en cuadros pastel que sería abucheada por sus congéneres en mi guardarropa y paramos en un establecimiento a comprar determinadas hierbas eficaces, cual más, contra el estreñimiento y el meteorismo y que usa con la misma asiduidad con la que se hace lustrar los zapatos en el limpiabotas de la glorieta de Bilbao. Preferí esperarle en la calle, al solecillo de noviembre, con el cuero abrochado y el diario recién comprado cuando un hombre de barba desaliñada empezó a tocar el clarinete. Los primeros compases fueron desconcertantes. Tocaba una escala sin peldaños en ruidos inconexos que podría ser el calentamiento de un genio o la sintonía del telediario del infierno. A continuación tomó postura. Inclinó un tanto la cabeza y cerró los ojos. Del instrumento brotaban notas del más salvaje free jazz jamás escuchado, subidas y bajadas de tono en amplios resoplidos como si las teclas las pulsara un endemoniado. El artista, mientras, ponía tanta pasión, su rostro denotaba tanta concentración, placer incluso, que no tuve más remedio que aplaudir.

Fernando salió con la compra hecha y le rogué esperar una nueva pieza que me sacara de dudas si estaba delante de un genio de la música imposible o un estafador que soplaba el pitorro con la misma formación musical que yo el porrón de clarete. El segundo acto fue inenarrable. La estridencia sonora solo era comparable al aullido de un lobo cuando le pilla los cataplines un cepo, pero el menda acompañaba la melodía con rítmicos movimientos de pie y un careto extraño que aparentaba un orgasmo o el estado anterior a un síncope. Esa vez no me atreví a aplaudir. Se acercó Fernando y estuvo unos segundos hablándole al oído. Le vi retirarse unos pasos cuando el barbado comenzó de nuevo a interpretar. Fueron pocas notas. Tarariro tararí, tarariro tararí. Mi amigo, entonces, sacó un billete de cincuenta y se lo metió en un bolsillo.

- ¿Estás loco? ¿Le has dado cincuenta pavos?
- Lo prometido es deuda y las deudas hay que pagarlas.
- Pero.. ¿Qué le has prometido? ¿De qué me hablas?
- Le dije que la daba cincuenta si tocaba una canción conocida y lo ha hecho.
- ¿Eso que ha tocado era una canción? No eran más que cinco notas inconexas.
- Te equivocas. No tienes oído para la música. Eso que ha tocado era una interpretación, muy personal eso si, de los pajaritos.

En el postre, viéndole devorar unas filloas, me preguntaba en mi interior sobre la extraña relación que une, por unos segundos, a un menesteroso con jeta y a un acaudalado caprichoso. Comerán juntos. No me cabe duda.