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miércoles, 5 de diciembre de 2007

LA VERDADERA HISTORIA DE JUAN PIMIENTO

¿Sabes la historia de Juan Pimiento?
Que se fue a cagar
Y se lo llevó el viento.

Juan Pimiento nació en Calahorra (La Rioja) a finales del XIX. Si bien nadie duda sobre la certeza del hecho acaecido, la misteriosa desaparición del personaje no es achacable exclusivamente al acto corporal en si.

Está demostrado que Juan salió de casa con paso zambo, una mano en el vientre y otra clavada de canto entre las cachas balbuceando Uff, Uff ¡Que no llego!, ¡Que me lo hago!. A partir de ese momento, los cronistas de la villa solo disponen del testimonio de un herrero que creyó oir entre los resoplidos del fuelle un Ahhhh que interpretó como de alguien que hubiera quedado conforme con algo, de satisfacción inmediata o de alivio de algún mal.

Esa misma tarde, un viento huracanado azotó el pueblo tronchando árboles, derribando cabañas, esparciendo el ganado y las gallinas del tío Jacinto tuvieron su primera lección de vuelo acrobático con rasante sobre el claustro del convento, donde además de muchas plumas, perdieron la carga blanca que impactó con certero tino en el hisopo con agua bendita del señor obispo, que dibujó con finos trazos amarillos la blanca palidez de las novicias que se ordenaban ese día.

Pero no se supo más del desdichado Juan. El pueblo pensó que el tornado habría succionado su cuerpo llevándolo al averno de donde había salido para llevar la desgracia a sus habitantes.

J. Pimiento no sólo no falleció en el desdichado episodio sino que vivió una larga vida. Sencillamente, fue al encuentro de un remedio para su mal que no era otro que ese violento estertor intestinal, el retortijón traicionero ante el que no podía permitirse el lujo de esperar un mejor momento. Solo era capaz de aguantarlo unos segundos o varios metros de atropellada carrera, por lo que era habitual que descargara antes de encontrar un lugar adecuado y mancillados su honor y sus pantalones , iba a casa maldiciendo su suerte mientras sufría el escarnio de sus vecinos que cantaban con malicia.

Juan Pimiento se ha cagado.
Huele mal el malandrín,
sucio, pobre y malhablado.

Aprovechando la confusión que reinaba en el pueblo, cogió un borriquillo y anduvo muchas leguas, parando solo a comer y dormir con la esperanza de hallar un lugar donde sanar de su mal y conseguir un empleo con el que procurarse sustento.

Tenía previsto llegar a Barcelona, pero las fuerzas le fallaban. El asno cojitranco rebuznaba de dolor como si tuviera clavada en el alma la espina que le atravesaba la pezuña y la insistente punzada en el vientre hacían del viaje una pesadilla, pero Juan caminaba confiado porque por primera vez en su corta vida nadie se mofaba de él.

Faltaban algunos kilómetros para llegar a destino, cuando su salud se quebró y tuvo que ser atendido en el hospital de misericordia de un pueblo llamado Rubi. A las pocas semanas, completamente restablecido, recogió al rucio en su establo de luna y partió de noche con la intención de llegar a destino con las primeras luces de aquel diciembre raso y polar.

Caminaba por el sendero polvoriento, y a la vera su compañero le topaba con el hocico en el brazo, como si quisiera advertirle de algo, hasta que se paró. Juan tiró de él con fuerza inútil y se quemó la mano con la áspera cuerda de esparto del bocado. Fue en busca de un palo largo que hiciera de fusta y fue entonces cuando vio una enorme luz encima del pueblecito, una estrella refulgente que le cegó durante unos instantes. Montó y su cabalgadura galopó como un corcel buscando el origen de aquel fulgor.

Llegó al pueblo y encima de un establo la gente se arremolinaba en torno a una pareja de jóvenes que miraban a un recién nacido rechoncho y sonriente. Una de las vacas se acomodó a la derecha y un hermoso buey lo hizo a la izquierda para procurarle al rorro algo de calor en esa noche helada. Juan sentía una profunda sensación de paz y amor. Habría permanecido allí para siempre cuando sintió la necesidad que tan infeliz le hacía. Salió corriendo pero no llegó muy lejos. Allí, en cuclillas, pudo ver a unos señores extraños, con uniforme azul y dorado, conductores del primer ferrocarril de Cataluña, que adoraban al pequeño y le entregaban presentes, mientras la multitud llenaba las calles del pueblo atraídos por el extraño fenómeno.

Juan Pimiento decidió establecerse allí y aunque nunca se curó de su mal, fue un hombre querido y respetado en aquella pequeña localidad catalana y todavía en su memoria se utiliza en los nacimientos de la comarca la figura entrañable del caganer.