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sábado, 3 de noviembre de 2007

CUARTO A

Hace unos años, decidí dejar mi pequeña ciudad y venir a Madrid para encontrar un trabajo que cambiase el color rojo de mi cuenta corriente por otro, a poder ser negro y descubrir ese mundo anhelado de libertad fuera de las aburridas sesiones de bar, mus, cine de segunda y calenturas abogadas al desahogo personal.

Pasé un tiempo de alquiler en casa compartida chupando de pechos paternos, cuando se presentó una ocasión para adquirir una vivienda barata que hiciera del sistemático pago mensual a fondo perdido, una especie de inversión que molestara menos a mis padres, pues al menos tendrían una propiedad además de un hijo mamón.

El dueño del piso era un alto funcionario cuyo padre se había desplazado en Navidades a visitar a su hijo y allí, lejos de su casa, cayó gravemente enfermo y posteriormente falleció. Fue años después cuando supe de la situación y hablé con él para negociar una cantidad por la compra de su pequeño apartamento. Acordamos un precio pero siempre se negó a que pudiéramos visitarlo antes de la firma y aseguró que su ventajoso precio tenía esa condición. Él jamás volvió a entrar en esa casa y no deseaba que nadie lo hiciera hasta que el notario diera fe de que ya no era suyo.

Una vez efectuado el pago , se nos entregaron las llaves y cogí un autobús que me llevó a mi nueva pero vieja guarida. Abrí el portal de un edificio antiguo de la zona centro, de esos que mezclan el olor a humedad de las vigas de madera con el moderno y antiestético aluminio de la puerta que sustituía sin duda a un viejo portón de noble madera, carcomido de termitas y vencido por los goznes que suplicaba una merecida jubilación de leña. Subí cuatro pisos de roble quejica y sintasol gastado y busqué la letra A, hasta que di con ella y noté que tenía el corazón acelerado, no se si por la emoción o por las ochenta escaleras que había subido de dos en dos.

Tosí un par de veces, metí la llave en su sitio y la giré dos vueltas completas hasta que se abrió la puerta y pude acceder a mi nuevo refugio de libertad condicionada por lo escaso del efectivo, pero libertad al fin. Antes de dar el primer paso, recordé la extraña petición del antiguo propietario de no poder ver la casa antes de comprarla y algo en mi interior me advirtió de que fuera cauteloso y estuviera preparado para afrontar una gran desilusión o una pequeña catástrofe.

El preliminar vistazo me produjo la misma sensación que la primera vez que monté en el tren de la bruja, un gran congojo, pero esta vez la escoba con que el disfrazado pretendía atizarme me habría de valer para barrer tanto polvo acumulado. Encontré primero una cocina pequeña con vistas al patio donde se apretaban un calentador de pared de marca desconocida, una pila herrumbrosa llena de vasos sucios y una pequeña encimera donde reposaban diversos medicamentos listos para tragar, esperando al enfermo que nunca volvió. Enfrente, una despensa con nevera coja y una estantería con platos y fuentes de la que colgaba en su cuerdecita roja y blanca una ristra de tres chorizos arrugados y secos, tal vez fueran morcillas, que tenían el aspecto de haber sido reducidos a la mínima expresión, como las cabezas de los jíbaros.

Una especie de vestidor con un armario empotrado medio abierto, lleno de ropas y mantas en un revoltijo descomunal, daba a su derecha, paso a un saloncito luminoso y hortera desde el que se entraba a una alcoba ciega que ventilaba con un ventanuco que daba al pasillo. Tenía una cama de matrimonio sin hacer en la que se veía un pijama de color verdusco y debajo asomaban unas zapatillas dispuestas para calzar y salir pitando a tomar un carajillo con el que aliviar la primera impresión, pero faltaba una alcoba.

La puerta estaba cerrada con llave, algo extraño para una persona que vivía sola. Busqué entre el manojo que me habían dado y encontré una que podría servir. Funcionó. Aquello estaba totalmente a oscuras y no había tenido ocasión de dar de alta la electricidad. La luz que entraba de la puerta solo iluminaba lo que imaginé una mesa de despacho con sillón de cuero viejo. Decidí levantar la persiana y pasé a tientas tanteando con la mano para no tropezar, cuando lo toqué. ¿Qué podría ser aquello tan extraño? Al tacto no se parecía a nada que hubiera tentado antes. Era grande y se sujetaba en una sola columna labrada de donde nacían unas bandas paralelas que se asemejaban a las teclas de un piano gigante, con bastante espacio entre ellas. Subí la mano poco a poco y palpé algo liso y esférico en donde había dos oquedades que albergaron mis dedos décimas de segundo.

Sentí un escalofrío y grité de terror mientras salía despavorido de esa maldita habitación y cuando llegué al rellano de la escalera bajé los peldaños tan deprisa como pude, quizás de tres en tres hasta que llegué al portal y respiré profundamente. Ya, en un bar cercano, estaba poniendo orden en mis latidos cuando sonó el teléfono. Era el antiguo dueño.

- Onofre, perdona que te moleste pero olvidé contarte que en el despacho de mi padre, que era médico, hay un esqueleto.

- ¿Pues sabes que te digo?, que me cago en tu calavera.