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viernes, 27 de julio de 2007

BLANCA OSCURIDAD

Estoy paseando por Madrid. Son las siete de la tarde y los benignos días pasados de Julio han dado paso a un final de mes caluroso. Nada que no sea habitual aquí en las fechas que corren. Bajo por Alcalá hasta la Puerta del Sol con la intención de coger el metro que me lleve a casa. Llego a la plaza y me topo con riadas de personas que acceden desde todas las calles que confluyen en la misma. Veo a una chica enfundada en un chaleco fosforescente con un cartel que reza “COMPRO ORO” y reparte propaganda en mano a todo aquel que pasa y la quiere recibir. Cuando estoy a un metro suyo, baja las manos y agachando la cabeza deja que pase de largo sin siquiera hacer el gesto de darme la publicidad. Paro mi marcha y le pregunto porqué me lo niega. Me responde que no tengo aspecto de querer malvender mis joyas al peso. Le respondo con un leve hasta luego y bajo las escaleras hasta llegar al andén. Llega pronto el tren y veo pasar los vagones llenos. Se detiene y salen docenas de personas que proporcionan un poco de espacio a los que esperamos para entrar. Dentro veo un huequito al lado de una agarrador lateral donde soportar las arrancadas y frenadas del convoy. Miro a mi derecha, a unos pocos centímetros y veo a un hombre asiático, menudo y sonriente con una niña al lado. Me fijo en sus manos huesudas que terminan en unas uñas largas y brillantes, como si tuvieran una capa de laca o aquel ungüento con que se pintaban las de los niños pequeños para que no se las mordieran. Mas adelante hay un asiento con cuatro mujeres. La primera por mi izquierda es de aspecto paquistaní de cara morena aceituna, del color de aquellas llamadas de "machacamolla", abiertas a golpes por la mitad que tanto me gustaban de niño y a las que llamábamos “aceitunas para inteligentes”, porque según el camarero del bar que las vendía, solo le gustaban a la gente lista. Va adormilada, con la cabeza caída y la posición forzada a la izquierda en una postura incómoda y vencida por un sueño tan efímero como el tiempo que tarde en llegar la siguiente estación y se oiga la voz metálica que anuncia la parada. Dos mujeres corpulentas de gafas cuadradas murmuran sus cosas. Con el bullicio del vagón y el ruido del tren podrían hablar en tono normal y nadie se enteraría de la conversación pero prefieren hacerlo bajito como si respondieran a una letanía o estuvieran rezando el rosario. Por su enorme parecido no pueden disimular que son madre e hija. Al final del asiento, otra mujer, ésta sudamericana con rasgos indios de pronunciada nariz y falda multicolor. Enfrascada en sus pensamientos, su boca esboza de vez en cuando una leve sonrisa, tal vez de nostalgia del altiplano peruano donde quizás dejó a sus hijos y ahora les recuerda comiendo un marengado de lúcuma festejando un cumpleaños o simplemente la llegada por Union Express del envío mensual para que no les falte de nada. Miro a la izquierda y a mi lado veo a un joven, negro como el carbón, con el pelo bien cortado, tan ensortijado, que ni separándolo a dos manos se llegaría a ver su raiz. Lleva colgada de un hombro una mochila roja casi vacía que le da el aspecto de un zurrón fofo. Tiene unos poderosos ojos negros que miran en derredor no sé bien si empapándose de cosas que jamás ha visto o vigilante para atisbar esos carteristas que según le han contado abundan en el metro y pueden apropiarse de sus escasas pertenencias. Al fondo una joven alta, morena y guapísima que viste de blanco inmaculado. Solo al recorrer el pasillo para salir puedo ver su cuerpo magnífico, bien formado, de piernas eternas y un busto erguido que no necesita nada que lo sostenga y donde se notan dos pequeñas avellanas que apuntan hacia arriba en ese estado de gracia que mezcla juventud y belleza. Al cruzarme con ella coinciden nuestras miradas durante un instante mínimo que se me hace eterno. Sonrío y me sonríe pícaramente como si fuéramos cómplices de un delito de amor no consumado. Salgo del vagón algo turbado deseando saber su nombre. Cuando oigo el pitido de partida doy media vuelta esperando que la puerta siga abierta y poder volver a mirarla, pero ya está cerrada. Arranca el tren y me quedo en el arcén hasta que desaparece en las tinieblas del túnel. En mis sueños te llamaré Blanca Oscuridad.