martes, 22 de abril de 2008
LA PIEDRA
Paseaba por los Austrias ligero de ropa. El sol primaveral me había engañado de nuevo y las nubes avanzaban deprisa. Lo que empezó con un celaje de blancos y grises se convirtió en pocos minutos en un nublado que me recordó a los cielos atormentados de los cuadros del Greco. Sin paraguas, tan antipático y molesto ni gorra con la que resguardar mi descuidado peinado, contaba con el forro del cráneo, que soportaba mi escaso pelaje, como único repelente de las goteras que caían de la techumbre del cielo necesitado de un urgente retejado. Busqué un refugio y entré en un bar de aspecto antiguo con barra de formica y grifo de vermú. Al final de la estrecha estancia había una mesa libre con restos de un desayuno castizo; tazas vacías de café con leche y una porra apenas mordida que pedía un jaquemate al despiste o la siempre honorable opción empresarial del corte a tijera y vuelta al cesto. Anduve listo y le pillé el sitio a dos jais que habían merecido hace tiempo y se pasaban el teléfono de una a otra en una conversación vocinglera a tres bandas donde la carambola más repetida era “ te lo dije, gilipollas” . Ya sentado, pedí un tinto del mejor en la íntima convicción de que sería malo, como así fue: un vino de crianza sin teta de madera, de color difuso y regusto a penicilina que no me supo bien pero me alivió un tanto la faringitis que sufría desde el ridículo en aquel karaoke.
Desplegué la prensa, estiré las piernas y escuché algo que rodaba por el suelo. Me levanté y vi una piedra redonda y chiquita. Un pequeño canto que se puede encontrar en cualquier playa o a las orillas de un rio, se quedó al lado de un taburete. Fui a por ella con la intención de que no provocara un accidente por un resbalón y al cogerla me fijé en que era bicolor, blanca y marrón en dos mitades perfectamente definidas. La llevé a la mesa para examinarla con detalle y comprobé que alguien se había encargado de pintarla. Pintar una piedra no es un acto común, yo no lo he hecho nunca y menos con tanta precisión que las dos partes quedaran delineadas con trazo firme en un trabajo realizado con un fin determinado. ¿Sería un amuleto? ¿Traería buena suerte?. Apenas llovía. Pagué la cuenta y con la piedra en el bolsillo y la galerna pisándome las huellas , me fui al metro trotando como un potro, después con el alegre meneo de un cuino y llegando a la boca, transitaba dolorido con un calambre en la bola del zancarrón, el morro seco y la lengua fuera.
Los días siguientes me ocurrieron cosas sorprendentes. No se me reventaban los huevos al freírles, hacienda me devolvió los doscientos euros que me debía del año pasado sin hacerme la habitual paralela y lo más sorprendente, un sábado tuve cien visitas a este blog lo que multiplicaba por muchos la afluencia máxima que jamás había tenido. Aquella piedra era una bicoca. Empecé a jugar a la lotería y aunque no conseguí el gordo siempre me tocaba algo. Amplié horizontes y compré acciones de una inmobiliaria a precio de saldo. Al poco, milagrosamente, las vendí a la par sin intermediación divina ni tan siquiera invocar al espíritu de manitú al que tantos favores debo.
Tal era mi devoción que acudí a la joyería de mi amigo Tito para hacer con ella un colgante que no me separara de la buena suerte.
- Hola Tito
- ¡Hombre, chavalote! ¿A qué debo la visita?
- Quiero que me hagas un colgante con una piedra que te traigo.
- No me jorobes que yo vendo esta mercancía. Sabes que no trabajo con género ajeno porque el beneficio está en la joya, no en el trabajo.
- Ya, pero tú no vendes este tipo de piedras.
- ¡Cómo que no! Yo vendo todo tipo de gemas, desde las más humildes a las más caras.
- Creo que lo mejor será que te la enseñe.
La miró detenidamente, dijo, ¡leñe si esto es un ñusco! Y se metió a un cuarto de donde volvió con un termómetro de pared de medio metro y me dijo:
- Toma, pasa a la trastienda, bájate los pantalones y ponte esto entre las piernas cerca del culo, que creo que tienes fiebre. Perdona el tamaño, muchacho, pero no tengo nada más pequeño.
Le conté la historia, me observó con esa mirada que tienen las cebras cuando mean y aceptó el trabajo después de elegirme una cadena de doscientos gramos de plata Meneses, tan solicitada por los devotos para el busto de camarón.
- Mañana la tienes. ¿Visa o efectivo?
- Efecti..vamente me la fías hasta primeros que estoy rilao.
- ¿Serás cabrito? Si estamos a día diez.
- Diez días menos que te quedan para cobrar. Mañana paso.
Al día siguiente, ya con mi amuleto al cuello acudí a una entrevista de trabajo. Después de examinar mi currículo y ya pasados los test psicotécnicos me citaron para una entrevista personal. Traje Zegna azul con fina raya marrón, camisa R.Laurent en blanco roto, una atrevida corbata Hermes naranja, mocasines Farrutx de becerro Indostán y un bulto sospechoso en el pecho que bien podría ser un golondrino desplazado o el mecanismo de un marcapasos.
- Do you speak english?
- Yes, I do.
- Parece que lo domina. Aquí pone que ha trabajado en el CSIC y en el CNI, ¿es cierto?
- Si, claro que si.
- Por lo que veo, siempre en almacenamiento y destrucción de residuos peligrosos.
- Pues si, es mi especialidad. Ya son muchos años en ello.
- ¿Cuál es la técnica que mejor domina?
- Para el almacenamiento, sin dudarlo, la compresión en recipientes de polietileno de alta densidad y la eliminación más efectiva para este tipo de materiales se consigue por incremento térmico súbito en caldera de briqueta cerámica y compuerta con cierre manual por presión.
- ¿Alguna experiencia en limpieza de depósitos contaminados?
- Claro, eso es fundamental. Lo primero es la observación visual. Luego la apertura controlada por si quedan restos de gases tóxicos y posteriormente la limpieza con clorofosforados en emulsión acuosa y su posterior secado a temperatura ambiente.
- Enhorabuena, cumple con el perfil que buscamos. Está contratado. Empieza mañana a las 7 en punto. A esa hora mete los cubos de la basura y los limpia. A las 8 de la tarde los saca a la calle. Los papeles, ya sabe que son confidenciales, los quema en la caldera de la calefacción. Ni que decir tiene que los quiero impecables, para ello cuenta con ajax, cepillo, fregona y el grifo del patio interior.
- No se arrepentirá, soy el mejor en el oficio.
La piedra había obrado otro milagro. ¿Continuará la racha? ¿Se pondrá mono de trabajo o irá al curro de tiros largos? ¿Cobrará Tito? ¿Llegará a mileurista? ¿Comprará un paraguas? ¿Le importará a Benson? Estas y otras cuestiones se sabrán en el próximo episodio de LA PIEDRA.
lunes, 14 de abril de 2008
SOY RACISTA
Cuando era joven tuve una novieta francesa. Sí, hermano, ya sé que te la quité, pero deja de odiarme por ello, que era mucha hembra para ti. Un año después, muchas cartas por medio, me avisó de que venía una hermana suya, que la cuidara. Quedé con ella imaginando que sería parecida a Silvia, guapísima y con un tipazo de esos que se da uno entre mil, una belleza, pero no. La hermana era fea, tosca, tenía la musculatura de un toro vitorino y asustaba a los perros dando patadas en los adoquines . Su única afición, además de pretender llevarme al catre, era la natación. Encontré una piscina alejada de la capital y allí permanecí un mes, célibe como una ursulina, mirando cómo el ballenato nadaba incansablemente, me tiraba al agua, me daba aguadillas y me metía mano en el paquete que escondía la colilla más apagada que nunca, hasta que se fue a la France, cabreada como un gorila en celo y nunca más supe de ella, ni de su hermana, gran dolor. Solo por eso debería odiar a los franceses, pues no.
Más tarde me pasó algo similar con una norteamericana . Aquello duró más. Cinco años de ida y vueltas hasta que en aquel último viaje, la gran Jenni, guapa como una diosa y rica de los ricos de toda la vida, siete semanas en el gran Chicago a la vera del lago fascinante, me tocó tanto los huevos, me hizo la vida tan imposible, que la mandé a la mierda. Tampoco odio a los yanquis, ni siquiera a ella.
Convivo con negros zaínos, mulatos bailones, sudamericanos de mediana estatura, moros aceitunos, polacos rubios como la cerveza, rumanos de bigote arrocet, chinos que me venden hielo embolsado y pilas para la radio y nunca he tenido ningún problema con ellos, pero soy un racista. He conocido gitanos, incluso he trabajado con algunos, hablo con alemanes, negocio con rusos, bailo sardanas en la intimidad, soy asiduo del país vasco, en fin, que todo correcto pero soy un racista.
¿Qué diferencia a un massai de un pigmeo además de la estatura? Que uno pega brincos y el otro esconde huevos de avestruz llenos de agua para épocas de escasez. ¿Es un cabrón un esquimal por el hecho de haber nacido en el polo norte? No, salvo que sea un sea un malhechor.
Los malos, malvados, perversos, maliciosos, infames, indignos, ruines, bellacos, malignos, depravados, pérfidos, viles, execrables, forman una raza multicolor, sin más credo que el mal ajeno ante los que me siento profundamente racista. Solo distingo entre tantas, dos razas en la humanidad: las personas de bien y las que en su canallesca vida van por el mundo jodiendo al personal, robando, estafando, violando, matando, tratando con mujeres inocentes y otras tantas salvajadas a las que no me acostumbro cuando me indigestan la comida del mediodía mientras miro el televisor o escucho la radio.
Sean bienvenidos todos aquellos que vienen a este país con ánimo de trabajar y sacar adelante a sus familias, que quieren integrarse, respetar a los demás y hacer que sean respetados. Esos tipos corrientes que se levantan a las siete, se desplazan con la mirada limpia, currelan para vivir y de los que me importa un huevo el color de la piel, la religión que profesan, la vestimenta con la que se cubren y su país de procedencia.
Frente a los otros, solo me gustaría una nueva legislación más efectiva. No puede haber una ley en la que los delincuentes cometen un delito menor nada más llegar para evitar así su extradición, que traen dentro del escaso equipaje el manual del delincuente, un libro donde viene indicado qué deben hacer para joder al personal sin sufrir los embates de la justicia. Hay que controlar en las fronteras la llegada masiva de extranjeros, solicitar permisos de trabajo y dar la bienvenida a la gente de paz, enchironar a los que delinquen y después de pagada la pena, extraditar a los foráneos sin más contemplaciones. Frente a los cabrones, soy racista, vaya que si.
Más tarde me pasó algo similar con una norteamericana . Aquello duró más. Cinco años de ida y vueltas hasta que en aquel último viaje, la gran Jenni, guapa como una diosa y rica de los ricos de toda la vida, siete semanas en el gran Chicago a la vera del lago fascinante, me tocó tanto los huevos, me hizo la vida tan imposible, que la mandé a la mierda. Tampoco odio a los yanquis, ni siquiera a ella.
Convivo con negros zaínos, mulatos bailones, sudamericanos de mediana estatura, moros aceitunos, polacos rubios como la cerveza, rumanos de bigote arrocet, chinos que me venden hielo embolsado y pilas para la radio y nunca he tenido ningún problema con ellos, pero soy un racista. He conocido gitanos, incluso he trabajado con algunos, hablo con alemanes, negocio con rusos, bailo sardanas en la intimidad, soy asiduo del país vasco, en fin, que todo correcto pero soy un racista.
¿Qué diferencia a un massai de un pigmeo además de la estatura? Que uno pega brincos y el otro esconde huevos de avestruz llenos de agua para épocas de escasez. ¿Es un cabrón un esquimal por el hecho de haber nacido en el polo norte? No, salvo que sea un sea un malhechor.
Los malos, malvados, perversos, maliciosos, infames, indignos, ruines, bellacos, malignos, depravados, pérfidos, viles, execrables, forman una raza multicolor, sin más credo que el mal ajeno ante los que me siento profundamente racista. Solo distingo entre tantas, dos razas en la humanidad: las personas de bien y las que en su canallesca vida van por el mundo jodiendo al personal, robando, estafando, violando, matando, tratando con mujeres inocentes y otras tantas salvajadas a las que no me acostumbro cuando me indigestan la comida del mediodía mientras miro el televisor o escucho la radio.
Sean bienvenidos todos aquellos que vienen a este país con ánimo de trabajar y sacar adelante a sus familias, que quieren integrarse, respetar a los demás y hacer que sean respetados. Esos tipos corrientes que se levantan a las siete, se desplazan con la mirada limpia, currelan para vivir y de los que me importa un huevo el color de la piel, la religión que profesan, la vestimenta con la que se cubren y su país de procedencia.
Frente a los otros, solo me gustaría una nueva legislación más efectiva. No puede haber una ley en la que los delincuentes cometen un delito menor nada más llegar para evitar así su extradición, que traen dentro del escaso equipaje el manual del delincuente, un libro donde viene indicado qué deben hacer para joder al personal sin sufrir los embates de la justicia. Hay que controlar en las fronteras la llegada masiva de extranjeros, solicitar permisos de trabajo y dar la bienvenida a la gente de paz, enchironar a los que delinquen y después de pagada la pena, extraditar a los foráneos sin más contemplaciones. Frente a los cabrones, soy racista, vaya que si.
viernes, 4 de abril de 2008
LA PECULIAR VIDA DE UN PAÑUELO DE PAPEL
La gente cree que los pañuelos de papel no pensamos. ¡Qué tontería!. Formaba parte de un árbol magnífico, un abedul enorme plantado sobre las cenizas de un robledal centenario que un día ardió. Me contaron los búhos que aquella noche de Agosto, antes de que los animales se llamaran a arrebato, corría por el bosque un extraño olor ocre y azufrado, como de aviso de muerte. Tras la quema plantaron eucaliptos y abedules, abetos y alerces destinados a la corta temprana, cuando acaba el destete de la savia adolescente , el crecimiento se ralentiza y las raíces ahondan buscando más agua que carbono para que las hojas y los frutos farden de frescura y verdor mientras cobijan un nido de petirrojos.
Un día apareció un hombre por entero de azul con un casco amarillo y una cosa en la mano que tronaba a derrota. Miré alrededor y lo que antes era floresta se había convertido en una necrópolis de leña. Todo aquello duró menos que el trino de un jilguero . Desgajaron las ramas y subieron el resto a un camión con ayuda de una jirafa de hierro que en vez de engullir hojas de acacia, clavaba sus espinas en la corteza con la fuerza de un titán malhumorado.
En una fábrica me arrancaron el pellejo, me hicieron astillas, me trituraron y cocieron, me blanquearon con cloro, ¡qué asco! y pasé a una gran bobina blanca. Unas cuchillas me sajaron y quedé convertido en un cuadrado de veinte centímetros de lado. Algo me absorbió y dobló el espinazo seis veces en un baile que me dejó mareado como si me hubiera estado picando un día entero un pájaro carpintero. Así, en la famosa postura fané del maestro yogui Mamarash me junté con nueve gemelos y nos envolvieron en plástico, tan juntitos que no había manera de rascarse los picores de la esquinas, lisas y albares como un huevo de milano bajo las ramas del nido.
Empaquetado y comprimido afrontaba mi futuro con la ansiedad de no saber mi destino. Aunque se comentaba que lo más honorable que me podría pasar es servir como torunda para una hemorragia nasal, creía merecer un destino más honorable, quizás de pañuelo de bolsillo en un traje elegante o como abrigo de unas joyas en el cajón de una gran dama.
Anduve adormilado hasta que un movimiento brusco me despabiló. La privilegiada posición de estar el primero del paquete me permitía ver algo del exterior, tan distinto a mi bosque verde. Estaba en la calle, cerca de un semáforo y un hombre moreno agitaba su mano conmigo dentro. ¡Qué uñas tan sucias! Sólo pensar que podría servir para limpiar tanta roña me produjo un revoltijo en los polisacáridos que estuvo a punto de provocarme una combustión espontánea que abrasaría la mano del reventa , ese tipo incapaz de darme salida ni aunque rebajara el precio a la miserable cantidad de una moneda de cobre.
Una tarde se acercó a la ventanilla de un coche. Le oí hablando en voz alta y autoritaria a una bella señorita que al final pagó en papel, seguramente por salir del trance y me introdujo en un bolso perfumado de jazmín al lado de un teléfono que sonaba insistentemente con una melodía atronadora que me recordó el graznido de un cuervo. Permanecí allí varios días hasta que una mañana de verano, la portezuela se abrió y unos dedos delicados y suaves hurgaron entre nosotros y noté como el escaso espacio se ampliaba al punto de tener sitio para estirarme un poco y de paso colocar una arista que me pinchaba en el escaque del caballo. Mis vecinos fueron desapareciendo poco a poco y mi prestancia inicial iba perdiendo tersura. Lo que antes era semirrígido estaba fofo y bailaba en el envoltorio al ritmo de su hombro, chocando con las llaves y maldiciendo al tubo de rimmel que estuvo a punto de tiznar mi impecable sudario con su tinte negro. Ya sólo quedo yo. Del resto poco sé, salvo de “cinco” al que vi maltrecho, casi partido por la mitad con unos números escritos al lado de un nombre de varón.
Por fin ha llegado mi hora. Me saca del rebujo y me deja en la mesilla cerca de un aparato charlatán que habla como una cotorra, canta como un grillo y tiene los ojos tan extraños que le cambian cada poco en formas que se parecen al tallo de una espiga, una pera recién caída o la silueta de un pato nadando en la laguna. Ella está encima de la cama leyendo un libro de pastas color azul. Puedo oler su esencia de primo lejano pero no identifico su especie. Se títula “Cuerpos entretejidos” . Al cabo de un rato, noto que su respiración se acelera y pasa las páginas más deprisa. Deja caer el brazo derecho a lo largo del cuerpo y poco a poco, el libro se acerca a la almohada mientras la mujer entrecierra los ojos. La mano sedente se alza hacia el pecho y se posa traviesamente y lo abarca en una caricia larga que acaba en su cima con un delicado pellizco que le arranca un leve gemido. Se entretiene en este juego mientras la otra mano de finos dedos se refugia debajo del triángulo de tela, allá donde crece el musgo negro en la entrada de la gruta y lo palpa hasta que del manantial de su esencia empieza a brotar almíbar. Uno de sus dedos, el que adorna con un anillo de oro y jade no encuentra traba y se cuela dentro mientras la otra mano, abandonado el pecho erguido, roza la carne del deleite. La cama se mueve y la mujer canta de gozo hasta que un temblor sacude la habitación y después, la calma.
Cuando la máquina de los ojos tristes ha cambiado tres veces de cara, ella me coge y en un delicado movimiento me acerca a su sexo y me permite absorber su miel que huele a salitre y a lujuria, un perfume que me deleita y me hace sentir en paz.
Allí, feliz, refugiado entre sus muslos, sé que me espera la fontana blanca y el torbellino de agua que me llevará lejos, donde me degradaré lentamente hasta que mis moléculas se disuelvan y todo sea nada.
____________________________________
Gracias a raindrop por su inemerecido premio a la creatividad y el diseño. Le debo un meme casi imposible, pero prometo cumplir.
Cuerpos entretejidos es una novela de Antonio Altarriba, finalista del premio La sonrisa vertical en 1996.
Un día apareció un hombre por entero de azul con un casco amarillo y una cosa en la mano que tronaba a derrota. Miré alrededor y lo que antes era floresta se había convertido en una necrópolis de leña. Todo aquello duró menos que el trino de un jilguero . Desgajaron las ramas y subieron el resto a un camión con ayuda de una jirafa de hierro que en vez de engullir hojas de acacia, clavaba sus espinas en la corteza con la fuerza de un titán malhumorado.
En una fábrica me arrancaron el pellejo, me hicieron astillas, me trituraron y cocieron, me blanquearon con cloro, ¡qué asco! y pasé a una gran bobina blanca. Unas cuchillas me sajaron y quedé convertido en un cuadrado de veinte centímetros de lado. Algo me absorbió y dobló el espinazo seis veces en un baile que me dejó mareado como si me hubiera estado picando un día entero un pájaro carpintero. Así, en la famosa postura fané del maestro yogui Mamarash me junté con nueve gemelos y nos envolvieron en plástico, tan juntitos que no había manera de rascarse los picores de la esquinas, lisas y albares como un huevo de milano bajo las ramas del nido.
Empaquetado y comprimido afrontaba mi futuro con la ansiedad de no saber mi destino. Aunque se comentaba que lo más honorable que me podría pasar es servir como torunda para una hemorragia nasal, creía merecer un destino más honorable, quizás de pañuelo de bolsillo en un traje elegante o como abrigo de unas joyas en el cajón de una gran dama.
Anduve adormilado hasta que un movimiento brusco me despabiló. La privilegiada posición de estar el primero del paquete me permitía ver algo del exterior, tan distinto a mi bosque verde. Estaba en la calle, cerca de un semáforo y un hombre moreno agitaba su mano conmigo dentro. ¡Qué uñas tan sucias! Sólo pensar que podría servir para limpiar tanta roña me produjo un revoltijo en los polisacáridos que estuvo a punto de provocarme una combustión espontánea que abrasaría la mano del reventa , ese tipo incapaz de darme salida ni aunque rebajara el precio a la miserable cantidad de una moneda de cobre.
Una tarde se acercó a la ventanilla de un coche. Le oí hablando en voz alta y autoritaria a una bella señorita que al final pagó en papel, seguramente por salir del trance y me introdujo en un bolso perfumado de jazmín al lado de un teléfono que sonaba insistentemente con una melodía atronadora que me recordó el graznido de un cuervo. Permanecí allí varios días hasta que una mañana de verano, la portezuela se abrió y unos dedos delicados y suaves hurgaron entre nosotros y noté como el escaso espacio se ampliaba al punto de tener sitio para estirarme un poco y de paso colocar una arista que me pinchaba en el escaque del caballo. Mis vecinos fueron desapareciendo poco a poco y mi prestancia inicial iba perdiendo tersura. Lo que antes era semirrígido estaba fofo y bailaba en el envoltorio al ritmo de su hombro, chocando con las llaves y maldiciendo al tubo de rimmel que estuvo a punto de tiznar mi impecable sudario con su tinte negro. Ya sólo quedo yo. Del resto poco sé, salvo de “cinco” al que vi maltrecho, casi partido por la mitad con unos números escritos al lado de un nombre de varón.
Por fin ha llegado mi hora. Me saca del rebujo y me deja en la mesilla cerca de un aparato charlatán que habla como una cotorra, canta como un grillo y tiene los ojos tan extraños que le cambian cada poco en formas que se parecen al tallo de una espiga, una pera recién caída o la silueta de un pato nadando en la laguna. Ella está encima de la cama leyendo un libro de pastas color azul. Puedo oler su esencia de primo lejano pero no identifico su especie. Se títula “Cuerpos entretejidos” . Al cabo de un rato, noto que su respiración se acelera y pasa las páginas más deprisa. Deja caer el brazo derecho a lo largo del cuerpo y poco a poco, el libro se acerca a la almohada mientras la mujer entrecierra los ojos. La mano sedente se alza hacia el pecho y se posa traviesamente y lo abarca en una caricia larga que acaba en su cima con un delicado pellizco que le arranca un leve gemido. Se entretiene en este juego mientras la otra mano de finos dedos se refugia debajo del triángulo de tela, allá donde crece el musgo negro en la entrada de la gruta y lo palpa hasta que del manantial de su esencia empieza a brotar almíbar. Uno de sus dedos, el que adorna con un anillo de oro y jade no encuentra traba y se cuela dentro mientras la otra mano, abandonado el pecho erguido, roza la carne del deleite. La cama se mueve y la mujer canta de gozo hasta que un temblor sacude la habitación y después, la calma.
Cuando la máquina de los ojos tristes ha cambiado tres veces de cara, ella me coge y en un delicado movimiento me acerca a su sexo y me permite absorber su miel que huele a salitre y a lujuria, un perfume que me deleita y me hace sentir en paz.
Allí, feliz, refugiado entre sus muslos, sé que me espera la fontana blanca y el torbellino de agua que me llevará lejos, donde me degradaré lentamente hasta que mis moléculas se disuelvan y todo sea nada.
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Gracias a raindrop por su inemerecido premio a la creatividad y el diseño. Le debo un meme casi imposible, pero prometo cumplir.
Cuerpos entretejidos es una novela de Antonio Altarriba, finalista del premio La sonrisa vertical en 1996.
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