viernes, 7 de septiembre de 2007

DIAS DE ASUETO

He disfrutado de un mes de inmerecidas vacaciones repartidas en tres lugares diferentes en períodos de 10 días.

En mi primera turné fui, como todos los años y por motivos familiares a un pueblo de Castilla-León, ni grande ni pequeño, donde conozco de vista a muchos de sus habitantes, pero me lío con los nombres porque generalmente van asociados a un mote. De esta manera, a un tal Liborio Manzámpulas, no se le conoce por su nombre y apellido. Allí se le conoce por El Gurriato, y los Gurriatos pueden ser cien diferentes. Solo si es necesario se especifica el nombre: Liborio El Gurriato, y de esos solo hay tres. A saber de quién se trata, pero ellos se entienden.

Para un urbanita irredento como yo que busca ante todo el más absoluto anonimato, vivir en un pueblo, aunque sea unos días, me hace ser cauteloso y no abrir demasiado el pico porque aquí las noticias corren como liebre delante de galgo. La última vez me corté un dedo con el cuchillo jamonero y en 48 horas me habían amputado hasta el codo.

Nada más llegar me pusieron al día de lo más importante sucedido desde mi última visita y resumiendo, todo quedó en dos nacimientos, cuatro enfermedades, una boda y cinco fallecimientos que Dios tenga en su gloria. En cuanto a los ecos de sociedad, el siempre habitual enfrentamiento entre los Corroscos y los Gorrinillos por las lindes de aquella tierra yerma, que acabará en tragedia y la apertura de un restaurante chino que no se llama La Gran Muralla ni El Buda Feliz. Simplemente tiene un cartel que pone: Restaurante Chino, para que no haya duda que lo es. Le auguro seis meses abierto, y eso teniendo en cuenta que los Chinos son de soportar mucha penuria, pueden dormir siete en una cocina de diez metros cuadrados y comer un puñadito de arroz al día. Me temo que aquí la aleta de tiburón y la salsa de ostras no van a ser de su agrado. Otro gallo les cantaría si en vez de cerdo hubieran puesto en el menú tostón agridulce. Eso podría llegar a ser una bomba. Aquí no hay fiesta sin cochino que asan ya gordito porque si no, no sabe a ná. Ellos sabrán, pero a mi si supera los cuatro kilos en canal me parece estar comiendo uno de los cerditos del cuento, ya en edad escolar y con cierto olor a adolescencia que no me gusta.

En mi paseo habitual entré en algunos bares y comprobé que, a diferencia de otros años en que las conversaciones variaban entre la política local, el fútbol y las envidias habituales, este año tocaba por unanimidad el tema de los topillos y su exterminio. No había nadie que no se hubiera cepillado cientos de las formas más dispares: A tiro limpio, a pisotones, a palos, ahogados, envenenados o quemados. Se formulaban nuevos sistemas de exterminio a cual más cruel. No hay mal que por bien no venga. Hasta las seseras más secas reverdecían imaginando trampas y putadas y ni los sudokus y los autodefinidos pudieran haber hecho tanto por despertar la imaginación del pueblo. Como siempre hay que aportar algo positivo a estas situaciones, tengo que afirmar a su favor que los roedores no son culpables de su situación y en su contra que arrasaron la huerta de Raimundo de la que me nutro de maravillosos tomates y dulces lechugas. Solo por eso salí al campo con la intención de coger a uno vivo y propinarle un sonoro capón. Vi muchísimos pero no pude atrapar ninguno. Ya, cansado y camino al pueblo encontré uno chiquitito y muertito y en él descargué mi ira. Quité una hoja a mi libreta de notas y escribí con mi boli parker que llevo conmigo desde la primera comunión. ¡TE JODES! y la dejé junto a su peludo cuerpo. Y es que a veces tengo un pronto de ira que no controlo desde aquel día que para curarme una paperas me aplicaron un electroshock. Esto fulmina cualquier virus o bacteria de cuello para arriba, me dijo el doctor, pro no habían calculado bien los efectos secundarios.

En verano, con los políticos y los periodistas de vacaciones, los periódicos los venden por gramos. Por un euro que es lo que gasto a diario en prensa, me daban: El Mundo, La Razón y la separata de ABC Alfa y Omega que todavía no sé bien de que va. Parece que, sin los jerifaltes, el país está mucho más tranquilo y todo se normaliza, como si no hicieran falta. Soy de la opinión de que todo funcionaría mejor si solo hubiera un juez de guardia, un abogado de oficio sin oficio, un cabo de la guardia civil, a poder ser sin bigote para enchironar a los hideputas y los demás trabajando o disfrutando según se lo permita su economía.

El pueblo llano es el que más satisfacciones me da. Voy paseando por el pueblo, paso por una obra y veo a un albañil con pantalones cortos y una camiseta amarilla que pone DESGUACES EL ÑARRA. Se le acerca un señor mayor con un mapita en la mano y le pregunta:

- ¿Por favor, me podría indicar donde está la Casa Consistorial?

El paleto se queda pensando un rato y dice.

- La casa por la que pregunta está saliendo del pueblo, a unos dos kilómetros, pero yo le aconsejo que si quiere buenas putas, se vaya a la capital.

Al abuelo le entró tal ataque de risa que casi se mea allí mismo mientras el paleta que no entendía nada, tenía tal cara de mosqueo que tuve que apartarle mientras el hombre se tranquilizaba.

También echo mis partidas en el pueblo. Estábamos tres en el bar de Modestín el Escurrido cuando aparcó delante el mercedes de Nino el Chatarras. Un coche demasiado grande para un tipo que no llega al metro sesenta y muy elegante para alguien poco aficionado al agua potable que solo usa para tomarse la pastilla de la tensión y de vez en cuando para elimiar el exceso de roña. Al entrar nos reta a un mus y acepto gustoso pero la fortuna en este caso no me acompaña y me toca de pareja con él. Yo prefiero el juego sosegado y el chino a chino pero Nano es un fantasma y nos pelan en media hora. A la hora de pagar, cuatro euros cada uno, que abono al momento. Nano, gran fantasma, como no podría ser de otra manera saca un billete de quinientos y Modestín, con razón le recrimina diciendo que no tiene tanto cambio y que va avasallando como otras veces y que con el cuento del billete se va sin pagar.

- Esto es lo que hay. O cobras o me lo apuntas.
- Sabes Nano que no tengo cambio de quinientos.
- Pues ya vendré otro día.

Ya se iba todo ufano cuando Malaquías, que tiene aspecto de pobre de pedir, mal aliñado pero limpio y muy buena persona, de profesión jubilado del campo, le suelta.

- De eso nada, Nano. Yo te cambio.

Y sacó del bolsillo un rollo del tamaño de un canuto de papel higiénico con billetes de todos los colores, entre ellos muchos de quinientos y doscientos. Evitó darle billetes grandes y le dió el cambio en unidades de cinco, diez y veinte.

- Y ahora paga tus deudas y si necesitas más, me lo pides.

El Nano pagó su cuenta y salió con las orejas gachas murmurando cómo coño tendría el Malaquías tal cantidad de viruta.

Y es que en los pueblos nunca sabes donde salta el conejo ni donde el topillo hace la hura.

Llegaron los programas de las fiestas patronales y comprendí que era momento para desaparecer. El saludo del alcalde, las damas y la reina de andar por casa, y el concierto gratuito de El Koala son motivos suficientes para desearles lo mejor hasta la próxima vez, cuando quizás ya no exista el restaurante chino, o sí, que en los pueblos nunca se sabe.

lunes, 6 de agosto de 2007

LOS PELMAS

Soy un imán para los pesados. Se me acercan como sinpapeles al tajo y me cuentan sus cosillas durante horas hasta que pierdo el oremus y les envío al carajo, pero ni por esas. En unos días, parece que me huelen y me encuentran con las defensas bajas y su inmisericorde relato vital revuelve mis sesos hasta que mi cerebro me manda la señal. DANGER. DANGER. POSIBLE COLAPSO NEURONAL, y salgo pitando como alma biturbo.

Yo, que soy persona que le gusta la buena compañía y una amena conversación, cosa que hago casi todas las mañanas con un vecino amigo, ando por las tardes al retortillo, esquivando plastas y plomos, miro de reojo en los ventanales de los bares antes de entrar, cambio de ruta como si estuviera amenazado por la ETA y me pongo barba postiza y peluca, como el solitario, pero sin la pistola y las ganas de matar del cabronazo ese.

Dos son los casos graves, pero hoy os hablaré de uno. A Venancio le conocí en un bar que cerró al poco tiempo. Su público se dispersó y un día me pilló y tuvimos una conversación amable. Me contó parte de su vida y yo escuché atónito como su padre murió cuando él era niño, la hambruna de la posguerra, sus miles de trabajos, que yo no sabía que hubiera tantas profesiones, y su situación actual de jubilado con pequeña pensión que gasta alegremente entre copas de Dyc y máquinas tragaperras. Hace poco tuvo suerte y le tocó la especial. Yo previendo la que me esperaba, pagué mi cocacolita con la intención de zafarme cuanto antes, pero el miserable del camarero se entretuvo hablando con otro cliente sobre si un tal Cacá era bueno o malo para el Madrid, que digo yo que con ese nombre… y me ligó de plano.

- Coño, No te había visto.
- Pues yo a ti si.
- Tómate algo que te invito, que hoy me han tocado dos máquinas.
- Gracias, pero tengo un poco de prisa.
- Ni prisas ni leches. ¿Me vas a despreciar una invitación?
- Venga, algo rapidito.

Y pasaron veinte minutos de tedio donde habló de sus hijos, que si el uno, que si la otra, que si el nieto. Me enseñó las fotos de familia y cuando me iba a mostrar una del padre fallecido hace 50 años, salté como por acción de un muelle y le corté. No sabía que excusa poner así que mi cerebro traicionero me jugó una mala pasada. Le espeté.

- Si me quieres invitar de verdad, invítame al Bingo. Pones, pongamos.. 30 euritos y si se gastan, pongo yo algo luego y si nos toca, a medias. Pensé sinceramente que iba a decir que no. Fallé.

- Una idea cojonuda. Eso está hecho.

Mientras caminábamos al antro de perversión pensé que mientras duraba la partida no hablaría y eso me tranquilizó.

Había mesas vacías pero eligió una donde se sentaban tres señoras del estilo a las chicas de oro, pero sin la abuela y algo más castizas. Le comenté que podríamos estar más cómodos en otro sitio pero sentenció: ¡Es mi mesa de la suerte! ¡Si nos tenemos que apretar, nos apretamos!

Se presentó a las señoras, besó alguna mano, entabló una animada charleta con una de ellas, pidió los cartones y empezó el suplicio. A cada número cantado, respondía en voz alta de la siguiente manera.

- Veinte.
- Con quién.
- Uno
- El otro
- Setenta y siete.
- La Guardia Civil.
- LINEA, se oyó al fondo.
- ¡Pues que se la paguen, coño!
- Continuamos
- Cincuenta y cinco.
- Por el…. Te la hinco. No digo culo por respeto a las señoras.
- Ochenta y Ocho.
- Los ochíviris
- Sesenta y nueve
- El erótico
- Setenta y Uno.
- Galdós y Unamuno.

Y así todos toditos los números. Yo, abochornado intenté levantarme de la mesa pero tenía que mover a toda la gente, por lo que agaché el tupé esperando que nadie me reconociera. La gente pedía silencio al principio y luego le abucheaba sin contemplaciones, pero el pelma, erre que erre. De repente se santiguó, pegó un beso sonoro a sus dedos en cruz, calló y estuvo en silencio algunos números. Sonó como un trueno.

BIIINNNGGGOOOO.

Lo cantó tan alto que asustó a media sala. Las señoras pegaron un respingo de tal calibre que a una de ellas se le desajustó el marcapasos y las otras dos demudaron el color y el moreno piscina se tornó mantequilla de Soria. Yo, que de pequeño fui fallero menor, soporté el impacto con gran entereza pero pegué un viaje al guisqui de Venancio, que voló a la mesa de al lado y le dio de lleno a un señor muy puesto y le arruinó, por este orden, el peinado del peluquín y el traje de Hermenegildo Zegna.

Solo recuerdo que salí disparado sin atender a la enferma ni pedir perdón al del guiscazo. Hace unos días paré por Mazarinos y me dijo Pruden, el encargado, que Venancio me estaba buscando para darme quince euros del premio. Todavía no se porqué se fue tan deprisa, le dijo el plasta. Para mí que fueron los nervios, que toma mucha cocacola y eso es veneno puro.

Le conté el episodio y se despiporró de risa.
- Puedes venir tranquilo por aquí, no creo que vuelva.
- ¿Porqué estás tan seguro?
- Porque le cobré tus quince euros por un Dyc. Aquí los tienes, te los mereces.

- Eres un hacha, y le abracé hasta dejarle sin respiración.

Todavía me queda joselito, un niño de cuarentaytantos, plomo, plomo. Al loro.

viernes, 27 de julio de 2007

BLANCA OSCURIDAD

Estoy paseando por Madrid. Son las siete de la tarde y los benignos días pasados de Julio han dado paso a un final de mes caluroso. Nada que no sea habitual aquí en las fechas que corren. Bajo por Alcalá hasta la Puerta del Sol con la intención de coger el metro que me lleve a casa. Llego a la plaza y me topo con riadas de personas que acceden desde todas las calles que confluyen en la misma. Veo a una chica enfundada en un chaleco fosforescente con un cartel que reza “COMPRO ORO” y reparte propaganda en mano a todo aquel que pasa y la quiere recibir. Cuando estoy a un metro suyo, baja las manos y agachando la cabeza deja que pase de largo sin siquiera hacer el gesto de darme la publicidad. Paro mi marcha y le pregunto porqué me lo niega. Me responde que no tengo aspecto de querer malvender mis joyas al peso. Le respondo con un leve hasta luego y bajo las escaleras hasta llegar al andén. Llega pronto el tren y veo pasar los vagones llenos. Se detiene y salen docenas de personas que proporcionan un poco de espacio a los que esperamos para entrar. Dentro veo un huequito al lado de una agarrador lateral donde soportar las arrancadas y frenadas del convoy. Miro a mi derecha, a unos pocos centímetros y veo a un hombre asiático, menudo y sonriente con una niña al lado. Me fijo en sus manos huesudas que terminan en unas uñas largas y brillantes, como si tuvieran una capa de laca o aquel ungüento con que se pintaban las de los niños pequeños para que no se las mordieran. Mas adelante hay un asiento con cuatro mujeres. La primera por mi izquierda es de aspecto paquistaní de cara morena aceituna, del color de aquellas llamadas de "machacamolla", abiertas a golpes por la mitad que tanto me gustaban de niño y a las que llamábamos “aceitunas para inteligentes”, porque según el camarero del bar que las vendía, solo le gustaban a la gente lista. Va adormilada, con la cabeza caída y la posición forzada a la izquierda en una postura incómoda y vencida por un sueño tan efímero como el tiempo que tarde en llegar la siguiente estación y se oiga la voz metálica que anuncia la parada. Dos mujeres corpulentas de gafas cuadradas murmuran sus cosas. Con el bullicio del vagón y el ruido del tren podrían hablar en tono normal y nadie se enteraría de la conversación pero prefieren hacerlo bajito como si respondieran a una letanía o estuvieran rezando el rosario. Por su enorme parecido no pueden disimular que son madre e hija. Al final del asiento, otra mujer, ésta sudamericana con rasgos indios de pronunciada nariz y falda multicolor. Enfrascada en sus pensamientos, su boca esboza de vez en cuando una leve sonrisa, tal vez de nostalgia del altiplano peruano donde quizás dejó a sus hijos y ahora les recuerda comiendo un marengado de lúcuma festejando un cumpleaños o simplemente la llegada por Union Express del envío mensual para que no les falte de nada. Miro a la izquierda y a mi lado veo a un joven, negro como el carbón, con el pelo bien cortado, tan ensortijado, que ni separándolo a dos manos se llegaría a ver su raiz. Lleva colgada de un hombro una mochila roja casi vacía que le da el aspecto de un zurrón fofo. Tiene unos poderosos ojos negros que miran en derredor no sé bien si empapándose de cosas que jamás ha visto o vigilante para atisbar esos carteristas que según le han contado abundan en el metro y pueden apropiarse de sus escasas pertenencias. Al fondo una joven alta, morena y guapísima que viste de blanco inmaculado. Solo al recorrer el pasillo para salir puedo ver su cuerpo magnífico, bien formado, de piernas eternas y un busto erguido que no necesita nada que lo sostenga y donde se notan dos pequeñas avellanas que apuntan hacia arriba en ese estado de gracia que mezcla juventud y belleza. Al cruzarme con ella coinciden nuestras miradas durante un instante mínimo que se me hace eterno. Sonrío y me sonríe pícaramente como si fuéramos cómplices de un delito de amor no consumado. Salgo del vagón algo turbado deseando saber su nombre. Cuando oigo el pitido de partida doy media vuelta esperando que la puerta siga abierta y poder volver a mirarla, pero ya está cerrada. Arranca el tren y me quedo en el arcén hasta que desaparece en las tinieblas del túnel. En mis sueños te llamaré Blanca Oscuridad.