Hace un tiempo, decidí sin estar en mi sano juicio, empezar un relato de extensión indefinida y que llegaría hasta donde pudiera. Podría ser algo breve de 10 páginas, quizás 30, en fin hasta donde alcancen mis meninges. Me apetecía algo lujoso pero no banal. Finanzas, cosas caras que he tenido la suerte de probar, o no, y seducción. Estructuré muy brevemente la trama, cogí mi Toshiba Quosmio, aunque en realidad es un "The Goat" bastante antiguo, y escribí 2 páginas de comienzo y la última, quizás para que no se me olvidara.
No estoy convencido de la conveniencia de hacer esto, y por supuesto no lo publicaré en este blog. Solo esta pequeña muestra para saber si os parece interesante y merece la pena seguir.
No quiero peloteos de ¡Está chachi! Estoy preparado para recibir críticas porque si no me hubiera criticado yo previamente no os pediría opinión.
Por supuesto, las referencias son todas reales. No encontraréis ningun producto, marca o sitio que no exista.
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LA PERLA
Me habían invitado a una recepción en la embajada Alemana de Madrid. Sinceramente, no pensaba acudir. No me gustan esas reuniones donde conoces a aburridos personajes cuyo nombre olvidas al momento y la elegancia con la que visten se diluye al mismo tiempo que caduca el plazo de alquiler de la vestimenta. Solo una llamada de Enrique Lacorte, actual agregado comercial en Chicago y buen amigo confirmándome su asistencia y rogándome que fuera pues tenía algo importante para mi, me impulsó a ir.
En un lugar donde el uniforme habitual es el smoking para los caballeros y el vestido clásico de fiesta para las señoras, optar por un traje elegante, si bien no es siempre bien visto por la pedante y clasista muchedumbre de los cargos oficiales, me da un toque de atrevimiento y diferenciación y lo llevo sin ningún pudor porque a mi me invitan exclusivamente por mi posición económica. Revisé mi guardarropa y elegí para la ocasión uno clásico con fina raya diplomática de pura lana virgen cortado y cosido por mis sastres Londinenses Gives & Hawkes.
Llegué a la embajada y di orden a mi conductor que no se alejara demasiado porque presuponía una visita breve.
Una vez dentro y cuando tenía en la mano una copa de champagne, me vió el Embajador Bruckner que acudió a saludarme. Solo me dio un cordial abrazo y unas breves palabras de bienvenida porque la sala se llenaba y tenía muchos compromisos a los que atender. El discurso de apertura había comenzado hacía diez minutos y parecía que no iba a terminar nunca. Apuré mi copa y me disponía a avisar al chofer para que me recogiera cuando noté una palmada en la espalda y un saludo efusivo de mi amigo Enrique. Nos dimos la mano con esa firmeza justa, mi blanda como si acariciaras una lubina, ni tan vigorosa que te incomode la presión. Era una apretón sincero, de amigos desde la infancia. Charlamos amigablemente durante unos minutos y llegada una pausa en la conversación le pregunté por eso tan importante que me tenía que decir.
- Hay una dama que quiere conocerte.
- Me intrigas, Enrique. ¿Qué tipo de dama? ¿Acaso una señora mayor de alta alcurnia que quiere casarme con una de sus hijas solteras?
- No. Es una señora respetable, al menos diez años más joven que tu y de una belleza turbadora.
- ¿ Y porqué crees que me quiere conocer?
- Si crees que es por tu dinero, te equivocas. Su economía es tan sólida o más que la tuya. No te puedo adelantar más. Espera unos minutos y la conocerás. Debe estar a punto de llegar.
- Esperemos, me tienes es ascuas.
Optamos por ir a la zona donde pudiéramos comer algo ligero y probar uno de los magníficos vinos blancos alemanes que los asesores seleccionaban para estas ocasiones. Opté por uno blanco y seco, un Riesling Trocken de 2003 que degusté con verdadero deleite. Los germanos, aunque frecuentemente tengan que chaptalizar el vino con azúcar para conseguir un grado alcohólico que no consiguen sus vides por las bajas temperaturas y la humedad del lugar, aplican tan perfectamente la técnica que el resultado suele ser redondo.
Ví sorprendido una botella de Zind-Humbrecht Gewürztraminer Alsace del 2004, siempre bien colocado en el top 100 de Wines Spectator y para mí una obra de arte. Enseguida comprendí porqué Adolf Bruckner está considerado como el rey de la diplomacia europea. Las relaciones entre los dos países más importantes de Europa deben estar afinadas igual que un piano de concierto . Alsacia linda con Alemania, por eso, servir un vino francés denota un toque de complicidad con su colega, pero dejaba claro que era solo un detalle de cortesía, al ser de una variedad de uva y un nombre rotundamente alemanes.
Pasaban los minutos y empezaba a impacientarme. Lacorte seguía sin contarme más y eso me ponía en una situación incómoda. ¿Quién diablos sería aquella mujer que mostraba interés por mi y llevaba un retraso de más de una hora?
Decidí marcharme. Me excusé con Enrique y anduve despacio hasta la mitad del salón cuando vi que muchas cabezas miraban a la puerta de entrada. Llegaba una mujer joven, posiblemente no llegara a los treinta, elegantísima, con su pelo recogido sobre la nuca y unos pendientes refulgentes que iluminaban su rostro oval de suaves facciones y unos ojos negros como la antracita, de mirada tan profunda que parecían absorber la luz de su contorno, como dos agujeros negros en la luz del espacio.
Nadie se movió del sitio porque nadie parecía conocerla. Solo mi amigo Lacorte se acercó veloz, le cogió la mano e inclinó su cuerpo para hacer el besamanos. La verdad es que me encontraba algo alterado. Es curioso, hacia años que no me sucedía ni en las negociaciones más exigentes. Tal como parecía, era la dama que estaba interesada en conocerme.
martes, 13 de noviembre de 2007
miércoles, 7 de noviembre de 2007
ESOS PEQUEÑOS VICIOS SIN IMPORTANCIA
Desde que salí del trullo mi vida no ha ido bien. La verdad es que la condena no fue excesiva, dos años, pero multiplicados por siete delitos me cayeron catorce y un día que, por buena conducta, trabajar limpiando retretes y pelotear a los guripas, todo quedó en ventisiete meses al abrigo del estado, que me acogió como a un hijo, de puta, que es lo que era.
Allí me reformé, tuve acceso a una buena educación, con especial énfasis en falsificaciones y tramas financieras de blanqueo de capitales y salí dispuesto a reincorporarme a la sociedad como hombre de provecho.
Una vez en la calle dediqué todo mi tiempo a investigar los métodos de trabajo de la mafia albaceteña y llegué a la conclusión de que debería ser un negocio sin sangre, porque si se derramaba, habría perdido a un cliente y no era cuestión de eliminar activos en el startup de un bisnes de primera.
La idea era simple, pero eficaz y lucrativa. Una empleada de muy buen ver tropezaba con los agentes de aparcamiento regulado y les colocaba un minúsculo GPS que vía GSM, WAP o 3G emitía una señal helicoidal de baja frecuencia (No superior a 3 Mhz) que se recepcionaba en un PDA o SMARTPHONE que el cliente me había alquilado por horas y le indicaba la posición exacta del individuo a través de cartografía T.ATLAS de NAVTEQ y podía llegar a tiempo de cambiar el ticket y se ahorraba la multa.
El negocio creció como la espuma y los beneficios de color los desviaba a través de un denso entramado de empresas a una cuenta de las islas Poorme del pacífico sur. Al cabo de un tiempo abandoné el negocio porque el dichoso banco, de tan secreto, no proporcionaba tarjetas de crédito y tenía que coger cuatro aviones cuando necesitaba money para los gastos de bolsillo.
Desocupado y ocioso, pasé varios años dilapidando mis ahorros, pero mi vida se tornó de un color violeta, como de semana santa , y deprimido busqué consuelo en el profundo mundo de la psiquiatría.
Me informé convenientemente porque en los últimos meses, mis pequeños vicios habían crecido hasta alcanzar el tamaño de un gorrino capón de los que se utilizan para hacer chorizos en Cantimpalos y aquí me encuentro, en la consulta para averiguar si lo mío tiene remedio.
- Tengo una cita con la Psiquiatra Marita Memata.
- Pase, que le está esperando.
En contra de lo que creía no encontré ningún diván donde acostarme y lejos de tranquilizarme, me pareció una grosería que por ciento cincuenta euros que me costaba la sesión, no pudiera, al menos, echar una cabezadita.
- Vd. dirá. ¿Cuál es su problema?
- Que soy adicto al chocolate.
- ¿De fumar?
- No, de comer.
- ¿Y, cuanto consume al día?
- Seis o siete.
- No creo que se pueda considerar un problema grave comer siete pastillas de chocolate al día, pero tiene que controlar la glucosa en sangre.
- Tabletas, seis o siete tabletas de Nestle extrafino, con decirle que se las compro directamente a fábrica.
- Bulímia compulsiva. Lo más probable es que haya que indagar un poco en su pasado. ¿Ha sufrido alguna otra adicción?
- Pues le enumero. Con dieciocho años empecé a beber y a los treinta tenía el hígado fuagrás. Me dijo el médico que una copa más y evitara la incineración porque iba a costar un dineral.
- Alcoholismo. Siga, por favor.
- Dejé el alcohol y me encontraba vacío, sobre todo de dinero y empecé a robar a manos llenas. Nada era suficiente, porque mangar me producía un gran placer y al mismo tiempo era necesario ya que me lo gastaba todo en las tragaperras y el bingo.
- Cleptomanía y ludopatía. ¿Cómo consiguó dejarlo?
- Señora, yo nunca dejo mis vicios, son ellos los que me dejan a mi. En este caso, la cárcel no es un sitio muy recomendable para apropiarse de lo ajeno y le aseguro que en el patio no hay maquinitas. Luego, con el aburrimiento comencé a fumar y al cabo de unos meses me soplaba cuatro cajetillas de ducados.
- Tabaquismo. Vaya carrerón que lleva, amigo.
- Tuve una neumonía que casi me lleva al huerto y dejé el tabaco, y como lo echaba de menos, empecé a fumar algunos porritos , les cojí el tranquillo y al final estaba colocado todo el santo día. No fumaba tabaco, pero la sensación era, digamos, más tranquilizadora. Como estar en un prado verde, siendo vaca, rumiando y durmiendo. Lo que se llama, tener una vida muelle donde vas del colchón al sillón sin más preocupación.
- También toxicomanía. ¿Qué tipo de cannabis fumaba, sátiva o índica?
- Marijuana con hortalizas. Florencio, el que cultivaba la huerta, tenía escondidas unas plantitas y cuando las secaba, las mezclaba con un poco de repollo y eso echaba tal peste que además de disimular el olor característico, ni los guardias te querían a su lado. Un gran invento el de Florencio.
- ¿Algún otro vicio inconfesable?
- Probé la cocaína, pero lo dejé al poco tiempo porque un día me sorprendí esnifando la harina de almortas con la que hacía las gachas y eso me producía grumos en la pituitaria. Fue entonces cuando la conocí y me enganché al sexo.
- ¿Conoció a quién?
- A Purita, una prostituta vocacional que me llevó por el mal camino. En su afán por conseguir clientes vendía un bonosexo de diez servicios, como el bonometro, con un descuento importante. Al principio me duraba una semana, pero con el paso del tiempo, gastaba uno diario.
- ¿Hacía el amor diez veces al día?. No me lo creo, es un fantasma.
- Disculpe, es que debe ser una reminiscencia de la época en que mentía compulsivamente. Al final, conseguí reformarme por desgaste.
- Por desgaste de energía, supongo.
- No, por desgaste de miembro, de tanto usarlo. A partir de ese momento empecé a tomar chocolate, y aquí me tiene, uno sesenta y ciento veinte kilos.
- Bien, lo primero vamos a reducir esa ansiedad tomando unos ansiolíticos. Una pastilla por la mañana y otra por la noche. Tiene para un mes. Antes de ese tiempo, pida hora y veremos como evoluciona. Por favor, llámeme si nota algún síntoma adverso.
Pasaron tres días y llamé a la Psiquiatra.
- ¿Doctora Memata? Soy Aberlado Pichardo, que he dejado el chocolate, pero quería pasar por su consulta a ver si me daba unas cuantas cajas de esas pastillitas tan buenas..
Allí me reformé, tuve acceso a una buena educación, con especial énfasis en falsificaciones y tramas financieras de blanqueo de capitales y salí dispuesto a reincorporarme a la sociedad como hombre de provecho.
Una vez en la calle dediqué todo mi tiempo a investigar los métodos de trabajo de la mafia albaceteña y llegué a la conclusión de que debería ser un negocio sin sangre, porque si se derramaba, habría perdido a un cliente y no era cuestión de eliminar activos en el startup de un bisnes de primera.
La idea era simple, pero eficaz y lucrativa. Una empleada de muy buen ver tropezaba con los agentes de aparcamiento regulado y les colocaba un minúsculo GPS que vía GSM, WAP o 3G emitía una señal helicoidal de baja frecuencia (No superior a 3 Mhz) que se recepcionaba en un PDA o SMARTPHONE que el cliente me había alquilado por horas y le indicaba la posición exacta del individuo a través de cartografía T.ATLAS de NAVTEQ y podía llegar a tiempo de cambiar el ticket y se ahorraba la multa.
El negocio creció como la espuma y los beneficios de color los desviaba a través de un denso entramado de empresas a una cuenta de las islas Poorme del pacífico sur. Al cabo de un tiempo abandoné el negocio porque el dichoso banco, de tan secreto, no proporcionaba tarjetas de crédito y tenía que coger cuatro aviones cuando necesitaba money para los gastos de bolsillo.
Desocupado y ocioso, pasé varios años dilapidando mis ahorros, pero mi vida se tornó de un color violeta, como de semana santa , y deprimido busqué consuelo en el profundo mundo de la psiquiatría.
Me informé convenientemente porque en los últimos meses, mis pequeños vicios habían crecido hasta alcanzar el tamaño de un gorrino capón de los que se utilizan para hacer chorizos en Cantimpalos y aquí me encuentro, en la consulta para averiguar si lo mío tiene remedio.
- Tengo una cita con la Psiquiatra Marita Memata.
- Pase, que le está esperando.
En contra de lo que creía no encontré ningún diván donde acostarme y lejos de tranquilizarme, me pareció una grosería que por ciento cincuenta euros que me costaba la sesión, no pudiera, al menos, echar una cabezadita.
- Vd. dirá. ¿Cuál es su problema?
- Que soy adicto al chocolate.
- ¿De fumar?
- No, de comer.
- ¿Y, cuanto consume al día?
- Seis o siete.
- No creo que se pueda considerar un problema grave comer siete pastillas de chocolate al día, pero tiene que controlar la glucosa en sangre.
- Tabletas, seis o siete tabletas de Nestle extrafino, con decirle que se las compro directamente a fábrica.
- Bulímia compulsiva. Lo más probable es que haya que indagar un poco en su pasado. ¿Ha sufrido alguna otra adicción?
- Pues le enumero. Con dieciocho años empecé a beber y a los treinta tenía el hígado fuagrás. Me dijo el médico que una copa más y evitara la incineración porque iba a costar un dineral.
- Alcoholismo. Siga, por favor.
- Dejé el alcohol y me encontraba vacío, sobre todo de dinero y empecé a robar a manos llenas. Nada era suficiente, porque mangar me producía un gran placer y al mismo tiempo era necesario ya que me lo gastaba todo en las tragaperras y el bingo.
- Cleptomanía y ludopatía. ¿Cómo consiguó dejarlo?
- Señora, yo nunca dejo mis vicios, son ellos los que me dejan a mi. En este caso, la cárcel no es un sitio muy recomendable para apropiarse de lo ajeno y le aseguro que en el patio no hay maquinitas. Luego, con el aburrimiento comencé a fumar y al cabo de unos meses me soplaba cuatro cajetillas de ducados.
- Tabaquismo. Vaya carrerón que lleva, amigo.
- Tuve una neumonía que casi me lleva al huerto y dejé el tabaco, y como lo echaba de menos, empecé a fumar algunos porritos , les cojí el tranquillo y al final estaba colocado todo el santo día. No fumaba tabaco, pero la sensación era, digamos, más tranquilizadora. Como estar en un prado verde, siendo vaca, rumiando y durmiendo. Lo que se llama, tener una vida muelle donde vas del colchón al sillón sin más preocupación.
- También toxicomanía. ¿Qué tipo de cannabis fumaba, sátiva o índica?
- Marijuana con hortalizas. Florencio, el que cultivaba la huerta, tenía escondidas unas plantitas y cuando las secaba, las mezclaba con un poco de repollo y eso echaba tal peste que además de disimular el olor característico, ni los guardias te querían a su lado. Un gran invento el de Florencio.
- ¿Algún otro vicio inconfesable?
- Probé la cocaína, pero lo dejé al poco tiempo porque un día me sorprendí esnifando la harina de almortas con la que hacía las gachas y eso me producía grumos en la pituitaria. Fue entonces cuando la conocí y me enganché al sexo.
- ¿Conoció a quién?
- A Purita, una prostituta vocacional que me llevó por el mal camino. En su afán por conseguir clientes vendía un bonosexo de diez servicios, como el bonometro, con un descuento importante. Al principio me duraba una semana, pero con el paso del tiempo, gastaba uno diario.
- ¿Hacía el amor diez veces al día?. No me lo creo, es un fantasma.
- Disculpe, es que debe ser una reminiscencia de la época en que mentía compulsivamente. Al final, conseguí reformarme por desgaste.
- Por desgaste de energía, supongo.
- No, por desgaste de miembro, de tanto usarlo. A partir de ese momento empecé a tomar chocolate, y aquí me tiene, uno sesenta y ciento veinte kilos.
- Bien, lo primero vamos a reducir esa ansiedad tomando unos ansiolíticos. Una pastilla por la mañana y otra por la noche. Tiene para un mes. Antes de ese tiempo, pida hora y veremos como evoluciona. Por favor, llámeme si nota algún síntoma adverso.
Pasaron tres días y llamé a la Psiquiatra.
- ¿Doctora Memata? Soy Aberlado Pichardo, que he dejado el chocolate, pero quería pasar por su consulta a ver si me daba unas cuantas cajas de esas pastillitas tan buenas..
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sábado, 3 de noviembre de 2007
CUARTO A
Hace unos años, decidí dejar mi pequeña ciudad y venir a Madrid para encontrar un trabajo que cambiase el color rojo de mi cuenta corriente por otro, a poder ser negro y descubrir ese mundo anhelado de libertad fuera de las aburridas sesiones de bar, mus, cine de segunda y calenturas abogadas al desahogo personal.
Pasé un tiempo de alquiler en casa compartida chupando de pechos paternos, cuando se presentó una ocasión para adquirir una vivienda barata que hiciera del sistemático pago mensual a fondo perdido, una especie de inversión que molestara menos a mis padres, pues al menos tendrían una propiedad además de un hijo mamón.
El dueño del piso era un alto funcionario cuyo padre se había desplazado en Navidades a visitar a su hijo y allí, lejos de su casa, cayó gravemente enfermo y posteriormente falleció. Fue años después cuando supe de la situación y hablé con él para negociar una cantidad por la compra de su pequeño apartamento. Acordamos un precio pero siempre se negó a que pudiéramos visitarlo antes de la firma y aseguró que su ventajoso precio tenía esa condición. Él jamás volvió a entrar en esa casa y no deseaba que nadie lo hiciera hasta que el notario diera fe de que ya no era suyo.
Una vez efectuado el pago , se nos entregaron las llaves y cogí un autobús que me llevó a mi nueva pero vieja guarida. Abrí el portal de un edificio antiguo de la zona centro, de esos que mezclan el olor a humedad de las vigas de madera con el moderno y antiestético aluminio de la puerta que sustituía sin duda a un viejo portón de noble madera, carcomido de termitas y vencido por los goznes que suplicaba una merecida jubilación de leña. Subí cuatro pisos de roble quejica y sintasol gastado y busqué la letra A, hasta que di con ella y noté que tenía el corazón acelerado, no se si por la emoción o por las ochenta escaleras que había subido de dos en dos.
Tosí un par de veces, metí la llave en su sitio y la giré dos vueltas completas hasta que se abrió la puerta y pude acceder a mi nuevo refugio de libertad condicionada por lo escaso del efectivo, pero libertad al fin. Antes de dar el primer paso, recordé la extraña petición del antiguo propietario de no poder ver la casa antes de comprarla y algo en mi interior me advirtió de que fuera cauteloso y estuviera preparado para afrontar una gran desilusión o una pequeña catástrofe.
El preliminar vistazo me produjo la misma sensación que la primera vez que monté en el tren de la bruja, un gran congojo, pero esta vez la escoba con que el disfrazado pretendía atizarme me habría de valer para barrer tanto polvo acumulado. Encontré primero una cocina pequeña con vistas al patio donde se apretaban un calentador de pared de marca desconocida, una pila herrumbrosa llena de vasos sucios y una pequeña encimera donde reposaban diversos medicamentos listos para tragar, esperando al enfermo que nunca volvió. Enfrente, una despensa con nevera coja y una estantería con platos y fuentes de la que colgaba en su cuerdecita roja y blanca una ristra de tres chorizos arrugados y secos, tal vez fueran morcillas, que tenían el aspecto de haber sido reducidos a la mínima expresión, como las cabezas de los jíbaros.
Una especie de vestidor con un armario empotrado medio abierto, lleno de ropas y mantas en un revoltijo descomunal, daba a su derecha, paso a un saloncito luminoso y hortera desde el que se entraba a una alcoba ciega que ventilaba con un ventanuco que daba al pasillo. Tenía una cama de matrimonio sin hacer en la que se veía un pijama de color verdusco y debajo asomaban unas zapatillas dispuestas para calzar y salir pitando a tomar un carajillo con el que aliviar la primera impresión, pero faltaba una alcoba.
La puerta estaba cerrada con llave, algo extraño para una persona que vivía sola. Busqué entre el manojo que me habían dado y encontré una que podría servir. Funcionó. Aquello estaba totalmente a oscuras y no había tenido ocasión de dar de alta la electricidad. La luz que entraba de la puerta solo iluminaba lo que imaginé una mesa de despacho con sillón de cuero viejo. Decidí levantar la persiana y pasé a tientas tanteando con la mano para no tropezar, cuando lo toqué. ¿Qué podría ser aquello tan extraño? Al tacto no se parecía a nada que hubiera tentado antes. Era grande y se sujetaba en una sola columna labrada de donde nacían unas bandas paralelas que se asemejaban a las teclas de un piano gigante, con bastante espacio entre ellas. Subí la mano poco a poco y palpé algo liso y esférico en donde había dos oquedades que albergaron mis dedos décimas de segundo.
Sentí un escalofrío y grité de terror mientras salía despavorido de esa maldita habitación y cuando llegué al rellano de la escalera bajé los peldaños tan deprisa como pude, quizás de tres en tres hasta que llegué al portal y respiré profundamente. Ya, en un bar cercano, estaba poniendo orden en mis latidos cuando sonó el teléfono. Era el antiguo dueño.
- Onofre, perdona que te moleste pero olvidé contarte que en el despacho de mi padre, que era médico, hay un esqueleto.
- ¿Pues sabes que te digo?, que me cago en tu calavera.
Pasé un tiempo de alquiler en casa compartida chupando de pechos paternos, cuando se presentó una ocasión para adquirir una vivienda barata que hiciera del sistemático pago mensual a fondo perdido, una especie de inversión que molestara menos a mis padres, pues al menos tendrían una propiedad además de un hijo mamón.
El dueño del piso era un alto funcionario cuyo padre se había desplazado en Navidades a visitar a su hijo y allí, lejos de su casa, cayó gravemente enfermo y posteriormente falleció. Fue años después cuando supe de la situación y hablé con él para negociar una cantidad por la compra de su pequeño apartamento. Acordamos un precio pero siempre se negó a que pudiéramos visitarlo antes de la firma y aseguró que su ventajoso precio tenía esa condición. Él jamás volvió a entrar en esa casa y no deseaba que nadie lo hiciera hasta que el notario diera fe de que ya no era suyo.
Una vez efectuado el pago , se nos entregaron las llaves y cogí un autobús que me llevó a mi nueva pero vieja guarida. Abrí el portal de un edificio antiguo de la zona centro, de esos que mezclan el olor a humedad de las vigas de madera con el moderno y antiestético aluminio de la puerta que sustituía sin duda a un viejo portón de noble madera, carcomido de termitas y vencido por los goznes que suplicaba una merecida jubilación de leña. Subí cuatro pisos de roble quejica y sintasol gastado y busqué la letra A, hasta que di con ella y noté que tenía el corazón acelerado, no se si por la emoción o por las ochenta escaleras que había subido de dos en dos.
Tosí un par de veces, metí la llave en su sitio y la giré dos vueltas completas hasta que se abrió la puerta y pude acceder a mi nuevo refugio de libertad condicionada por lo escaso del efectivo, pero libertad al fin. Antes de dar el primer paso, recordé la extraña petición del antiguo propietario de no poder ver la casa antes de comprarla y algo en mi interior me advirtió de que fuera cauteloso y estuviera preparado para afrontar una gran desilusión o una pequeña catástrofe.
El preliminar vistazo me produjo la misma sensación que la primera vez que monté en el tren de la bruja, un gran congojo, pero esta vez la escoba con que el disfrazado pretendía atizarme me habría de valer para barrer tanto polvo acumulado. Encontré primero una cocina pequeña con vistas al patio donde se apretaban un calentador de pared de marca desconocida, una pila herrumbrosa llena de vasos sucios y una pequeña encimera donde reposaban diversos medicamentos listos para tragar, esperando al enfermo que nunca volvió. Enfrente, una despensa con nevera coja y una estantería con platos y fuentes de la que colgaba en su cuerdecita roja y blanca una ristra de tres chorizos arrugados y secos, tal vez fueran morcillas, que tenían el aspecto de haber sido reducidos a la mínima expresión, como las cabezas de los jíbaros.
Una especie de vestidor con un armario empotrado medio abierto, lleno de ropas y mantas en un revoltijo descomunal, daba a su derecha, paso a un saloncito luminoso y hortera desde el que se entraba a una alcoba ciega que ventilaba con un ventanuco que daba al pasillo. Tenía una cama de matrimonio sin hacer en la que se veía un pijama de color verdusco y debajo asomaban unas zapatillas dispuestas para calzar y salir pitando a tomar un carajillo con el que aliviar la primera impresión, pero faltaba una alcoba.
La puerta estaba cerrada con llave, algo extraño para una persona que vivía sola. Busqué entre el manojo que me habían dado y encontré una que podría servir. Funcionó. Aquello estaba totalmente a oscuras y no había tenido ocasión de dar de alta la electricidad. La luz que entraba de la puerta solo iluminaba lo que imaginé una mesa de despacho con sillón de cuero viejo. Decidí levantar la persiana y pasé a tientas tanteando con la mano para no tropezar, cuando lo toqué. ¿Qué podría ser aquello tan extraño? Al tacto no se parecía a nada que hubiera tentado antes. Era grande y se sujetaba en una sola columna labrada de donde nacían unas bandas paralelas que se asemejaban a las teclas de un piano gigante, con bastante espacio entre ellas. Subí la mano poco a poco y palpé algo liso y esférico en donde había dos oquedades que albergaron mis dedos décimas de segundo.
Sentí un escalofrío y grité de terror mientras salía despavorido de esa maldita habitación y cuando llegué al rellano de la escalera bajé los peldaños tan deprisa como pude, quizás de tres en tres hasta que llegué al portal y respiré profundamente. Ya, en un bar cercano, estaba poniendo orden en mis latidos cuando sonó el teléfono. Era el antiguo dueño.
- Onofre, perdona que te moleste pero olvidé contarte que en el despacho de mi padre, que era médico, hay un esqueleto.
- ¿Pues sabes que te digo?, que me cago en tu calavera.
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