El Marqués de Tetaprieta hizo acto de presencia. Abrió la puerta metálica del bar donde se reunía la flor y nata de la aristocracia solvente, y como de costumbre, se agachó a tocar con su dedo índice de la mano izquierda el rodapié de madera en un tramo pequeño que había perdido el barniz. Nadie de los presentes se inmutó. Saludó un “nosdías” con la voz aflautada de un castrado y se sumergió en la lectura del ABC mientras le servían su primer trago que invariablemente era un vermú con ginebra. Abrió el periódico por el chiste de Mingote y se entretuvo un minuto sin mover el gesto, en una absorción que daba a entender al personal que lo observaba, que no entendía el mensaje o que se reía por dentro para ahorrar aliento. Acto seguido, continuó con su ritual diario que tanta expectación causaba. Movió las páginas hacia la sección de economía mientras hurgaba en sus bolsillos buscando un pequeño tarugo de ébano y no miró las cotizaciones en bolsa hasta que lo arropó con su mano derecha, de tal manera que no quedara a la vista ni un milímetro de su amuleto.
Pasó cerca de media hora anotando números en su moleskine rojo. Si los resultados de sus inversiones salían negativos hundía la cabeza entre los brazos y sollozaba, ¡La ruina, Pepe, vamos directamente a la ruina! y se pedía una manzanilla con un chorrito de anís para el sofocón mientras se pasaba por la cabeza el taco de la suerte, despeinando los jirones de poco pelo que le quedaban y que le daban el aspecto de un espantapájaros de cabeza de heno. Por el contrario, si obtenía ganancias, besaba la cartera repleta de estampas y pedía otra combinación con tono autoritario.
- Escánciame otro, Pepe, que nos hemos ganado el jornal.
- Perdone el señor marqués, pero el jornal se lo habrá ganado usted.
- ¡Mira que eres bestia, Pepe! Si yo gano, tú ganas porque bebo más, invito más y haces una caja pistonuda.
- Pero el señor marqués nunca invita a nadie.
- Siempre que gano, invito a San Judas, San Teódulo mártir y a San Pedro Regalado, pero no consumen, Pepe. Los santos no consumen más que oraciones y cirios, y de eso les tengo bien servidos. Además, plebeyo, te enriqueces cuando me sirves, que para ti debe ser un honor tenerme de cliente, con mi historial nobiliario.
- Si me dejara de propina tantos euros como títulos tiene, quizás en diez años podría cambiar de coche.
- ¿Cambiar de coche? ¿Hemos gastado una millonada en el metro y se te ocurre decirme que quieres cambiar de coche? Ponme unas olivas, animal, desagradecido, que no hacéis más que llorar como plañideras.
- Si señor. ¿Se ha dado cuenta el señor qué día es hoy?
- Lunes, ¿pasa algo?
- Lunes y trece.
- ¡Delante de mi no se pronuncia el número Toledo¡ Once, doce, Toledo, catorce. ¿Estás seguro de eso?
- Por supuesto.
- Me voy a cagar en la madre que parió al chofer, mira que no avisarme.
Y se largó pitando porque los días Toledo no salía de casa y si coincidían en Martes, no se levantaba de la cama. Era, con seguridad el hombre más supersticioso que nunca había existido. Otra de sus manías era llevar braguero sin estar herniado, por si un aquel, y utilizar tiritas en las yemas de los dedos cuando leía la prensa pues suponía que se le produciría una erupción debida a una falsa alergia, no se sabe si a la tinta, al papel o a las malas noticias. Tenía una leve cojera inexistente que se le manifestaba de cuando en vez, y que el camarero anunciaba a los presentes, - ¡El señor Marqués, va a cojear un poquito, no se lo pierdan! -, cuando iba al baño a quitarse los microbios de las manos o a echar una meadita a casi medio metro de distancia del mingitorio para que no le saltaran los bacilos de la sífilis, que era una enfermedad de puteros. ¡Y en este bar hay muchos!, decía con su voz de canario flauta.
Desde el otro lado de la barra, su primo Leonides, Conde del Enebro en Flor, apuraba su primer martini de las doce y se ahuecó en el taburete forrado de terciopelo púrpura para escamotear un cuesco insonoro pero de gran efectividad, que obligó a Antonio, el encargado, a indicarle con total corrección si permitía que abanicara un rato para orear el local. El Conde le respondió adusto, que la nobleza de abolengo tiene bula para pederse en cualquier lugar y los serviles, la obligación de estar callados, sin inmutarse. Los tres primeros cócteles se los preparaban según las normas habituales. A partir del cuarto, se los burlaban con agua, progresivamente, rebajando la cantidad de ginebra hasta casi desaparecer. En su total ebriedad habitual de las nueve de la noche, solicitaba la cuenta y Antonio le decía a Pepe.
- La cuenta del señor Conde.
- ¡Espera, que voy a mirar el contador del agua!
- Este mes, el canal nos va a moler en la factura.
- Si, pero al de la Beffeater le va a entrar pánico cuando le hagamos el pedido.
- Lo uno, por lo otro. Y a disfrutar de la exquisita clientela, que si no fuera por ellos seguiríamos poniendo cañas en el rastro.
Y el Conde sacaba la cartera repleta de billetes de cien y se la daba tal cual para que cobraran una cantidad que dependía del grosor del efectivo y del pedo del aristócrata.
Pasó cerca de media hora anotando números en su moleskine rojo. Si los resultados de sus inversiones salían negativos hundía la cabeza entre los brazos y sollozaba, ¡La ruina, Pepe, vamos directamente a la ruina! y se pedía una manzanilla con un chorrito de anís para el sofocón mientras se pasaba por la cabeza el taco de la suerte, despeinando los jirones de poco pelo que le quedaban y que le daban el aspecto de un espantapájaros de cabeza de heno. Por el contrario, si obtenía ganancias, besaba la cartera repleta de estampas y pedía otra combinación con tono autoritario.
- Escánciame otro, Pepe, que nos hemos ganado el jornal.
- Perdone el señor marqués, pero el jornal se lo habrá ganado usted.
- ¡Mira que eres bestia, Pepe! Si yo gano, tú ganas porque bebo más, invito más y haces una caja pistonuda.
- Pero el señor marqués nunca invita a nadie.
- Siempre que gano, invito a San Judas, San Teódulo mártir y a San Pedro Regalado, pero no consumen, Pepe. Los santos no consumen más que oraciones y cirios, y de eso les tengo bien servidos. Además, plebeyo, te enriqueces cuando me sirves, que para ti debe ser un honor tenerme de cliente, con mi historial nobiliario.
- Si me dejara de propina tantos euros como títulos tiene, quizás en diez años podría cambiar de coche.
- ¿Cambiar de coche? ¿Hemos gastado una millonada en el metro y se te ocurre decirme que quieres cambiar de coche? Ponme unas olivas, animal, desagradecido, que no hacéis más que llorar como plañideras.
- Si señor. ¿Se ha dado cuenta el señor qué día es hoy?
- Lunes, ¿pasa algo?
- Lunes y trece.
- ¡Delante de mi no se pronuncia el número Toledo¡ Once, doce, Toledo, catorce. ¿Estás seguro de eso?
- Por supuesto.
- Me voy a cagar en la madre que parió al chofer, mira que no avisarme.
Y se largó pitando porque los días Toledo no salía de casa y si coincidían en Martes, no se levantaba de la cama. Era, con seguridad el hombre más supersticioso que nunca había existido. Otra de sus manías era llevar braguero sin estar herniado, por si un aquel, y utilizar tiritas en las yemas de los dedos cuando leía la prensa pues suponía que se le produciría una erupción debida a una falsa alergia, no se sabe si a la tinta, al papel o a las malas noticias. Tenía una leve cojera inexistente que se le manifestaba de cuando en vez, y que el camarero anunciaba a los presentes, - ¡El señor Marqués, va a cojear un poquito, no se lo pierdan! -, cuando iba al baño a quitarse los microbios de las manos o a echar una meadita a casi medio metro de distancia del mingitorio para que no le saltaran los bacilos de la sífilis, que era una enfermedad de puteros. ¡Y en este bar hay muchos!, decía con su voz de canario flauta.
Desde el otro lado de la barra, su primo Leonides, Conde del Enebro en Flor, apuraba su primer martini de las doce y se ahuecó en el taburete forrado de terciopelo púrpura para escamotear un cuesco insonoro pero de gran efectividad, que obligó a Antonio, el encargado, a indicarle con total corrección si permitía que abanicara un rato para orear el local. El Conde le respondió adusto, que la nobleza de abolengo tiene bula para pederse en cualquier lugar y los serviles, la obligación de estar callados, sin inmutarse. Los tres primeros cócteles se los preparaban según las normas habituales. A partir del cuarto, se los burlaban con agua, progresivamente, rebajando la cantidad de ginebra hasta casi desaparecer. En su total ebriedad habitual de las nueve de la noche, solicitaba la cuenta y Antonio le decía a Pepe.
- La cuenta del señor Conde.
- ¡Espera, que voy a mirar el contador del agua!
- Este mes, el canal nos va a moler en la factura.
- Si, pero al de la Beffeater le va a entrar pánico cuando le hagamos el pedido.
- Lo uno, por lo otro. Y a disfrutar de la exquisita clientela, que si no fuera por ellos seguiríamos poniendo cañas en el rastro.
Y el Conde sacaba la cartera repleta de billetes de cien y se la daba tal cual para que cobraran una cantidad que dependía del grosor del efectivo y del pedo del aristócrata.
Remataba el cuadro el Duque de Malocorpo y Grassini, un obeso de glorioso pasado militar, quintal y medio en poco más de cinco pulgadas, que despachaba a diario cuarenta litros de cerveza de barril servida en una copa de tres pintas que trasegaba en dos besos. Pedía almendras y croquetas que cogía con sus manos como morcillas llenas de oro y piedras de colores, y se las llevaba a la boca de tres en tres y las tragaba casi sin masticar, como si fueran juanolas.
Se comentaba en el club que estaba medio arruinado, pero vestía trajes a medida cortados en París y conducía el último modelo que Bentley sacaba al mercado. Tenía mujer de postín y amante chilena a la que llamaba “La pupila”, que le sacaba, además de un flamante apartamento de doscientos metros, tántos cuartos como para una familia de quince. Y como decía él, lo ilegal es caro, pero merece la pena. Fumaba tabaco Inglés, rubio y sin boquilla que apagaba en un cenicero de cristal donde ponía las colillas en vertical, tiesas y del mismo tamaño, en formación, como si les estuviera pasando revista. Nadie podía tocar ni soplar su pequeño batallón hasta que desaparecía, inmenso y bamboleante como un tentetieso.
Yo, mientras tanto, partido de risa, estaba sentado con una linda señorita tomando un gintonic de Heindrich´s con fever tree y una lámina de pepino no más gorda que una hoja de afeitar, allí en el Arlington, un bar-club con nombre de cementerio.